En la asamblea, la decisión, por una vez, había sido unánime: debían enviar a un comando de valientes exploradores.
Solo los más avezados y temerarios serían capaces de llevar a término la misión, pero es que la “casa maldita” se había cobrado ya demasiadas vidas y era urgente romper el maleficio. El objetivo de la avanzadilla: detectar la naturaleza del monstruo, calibrar el riesgo. El consejo, después, evaluaría los datos y buscaría soluciones. La casa maldita debía ser vencida por el bien de la comunidad. Por supervivencia.
Solo cuando quedaron fritos entre los tubos del exterminador eléctrico, adosado a la pared del patio, se dieron cuenta de que habían sido enviados al matadero. Antes de perecer, el jefe del comando se lamentó con amargura. Le pareció una gesta absurda y ni siquiera le había dado tiempo de perpetuarse. Sin hembras no había paraíso, eso lo sabía cualquiera. Y sintió rabia.
Por el chisporroteo producido, los de la casa entendieron lo que pasaba. Indiferente, una mujer que cenaba con su pareja a la luz de unos velones de citronela, comentó: “¿Has oído, cariño? El aparato que compraste el otro día acaba de matar más mosquitos. ¡Qué bien!”
Había luna llena y a los postres empezaron a besarse apasionadamente. Era el mejor augurio para una noche tan romántica.