Carezco de sentido de la orientación y suelo perderme hasta en mi casa, que tiene ciento cuarenta metros cuadrados. En mi barrio, situado en el corazón del casco antiguo de mi ciudad, me pierdo por las callejuelas y nunca llego en un solo recorrido al lugar que busco, sea la farmacia o la panadería. Doy mil vueltas como una hormiga sin antenas, pero no me importa: así tengo bonitos encuentros fortuitos como André Breton y los surrealistas. Mi guía espiritual, Angelines, suele decirme:
—Déjate llevar, Mariposa, déjate llevar.
Y yo me dejo, si no voy mal de tiempo. Si tengo prisa, cojo el primer taxi que veo, y punto.
En este vagar entre la vigilia y el ensueño encontré una vez un enorme espejo barroco, una auténtica luna de las de antaño, apoyado en el muro lateral del convento de Santa Brígida, sobre el que espumeaban madreselvas. Lo habían dejado los obreros que lo estaban instalando en un palacio de enfrente. El caso es que, despistada por las revueltas de las callejuelas y de mis erráticos pensamientos, casi me empotro contra el cristal, creyendo haber encontrado a una de mis amigas, porque la figura me sonaba, tenía algo familiar. Confieso que toparme con mi dopplegänger fue más gracioso que aterrador. No he vuelto a encontrar el sitio, por más que lo he buscado. He releído El callejón de las sombras de Jean Ray, a ver si entendía el fenómeno, pero ca. Eso no lo comprende ni quien lo inventó.
Pero mi pérdida más sonada fue la de la Biblioteca Nacional de París, que frecuentaba día y noche —anochecía a las tres de la tarde—, en busca de materiales para mi libro Laberintos y emblemas. Imágenes del Silentium en el Renacimiento. El depósito de esta biblioteca está controlado al máximo para que no entre nadie ajeno. Visto desde ahora, yo creo que ni siquiera le fue tan fácil a Alain Resnais, cuando hizo el corto genial Toute la mémoire du monde (1956), acceder a aquel sitio, custodiado por unos cancerberos de lo más estirado. Para mí, sin embargo, fue coser y cantar.
No era mi intención violar el espacio prohibido. Sólo pretendía devolver un libro —lo recuerdo: Los grandes iniciados, del escritor esotérico Édouard Schuré, en su edición princeps— que ya había consultado, en lugar de dejarlo en el extremo de la mesa para que lo recogiera la persona encargada de ello con su graciosa carretilla. Una servidora, siempre tan impulsiva. Las indicaciones que me dieron las señoras del mostrador central —muy enfadadas, por cierto— sobre dónde depositarlo fueron tan embrolladas o tan mal entendidas por mí que me vi recorriendo unos pasillos bastante siniestros, hasta desembocar en unas escaleras de caracol metálicas como las de los yates, que dejaban ver un fondo abismal transparente. Luego me hallé en una especie de inmensa sala vacía y gélida, frente a varias puertas metálicas.
Me sentí mal, perdida totalmente, angustiada como sólo puede estarlo alguien en una institución francesa. ¿Dónde me hallaba? ¿Cómo se salía de allí? Oí pasos y sólo se me ocurrió esconderme detrás de un pilar. Era un guardia de seguridad, que hacía una ronda o había oído algún ruido. Lo sensato hubiera sido acercarme a él y pedir que me ayudara a salir, pero no lo hice. Cuando desapareció, seguí mi incierto camino y de pronto me encontré ante una discreta puerta negra, de las que sólo se abren empujando. No tenía ningún letrero. Apenas hube salido, se cerró a mis espaldas. ¡Blam!
¡Oh! Me hallaba en la sala de lectura que había abandonado hacía un rato. La calma imperaba en aquella estancia creada por Henri Labrouste, con sus dieciséis estilizadas columnas de hierro fundido y sus bóvedas semiesféricas como paraguas. Los silenciosos lectores, con las cabezas inclinadas sobre los libros bajo la luz mágica de las tulipas de cristal verdoso, trabajaban felices como abejas en una colmena, como si el tiempo no hubiera transcurrido. Volví a mi sitio sin problemas. ¿Cómo había podido entrar por mis pies a la parte más recóndita del edificio sin ser vista ni advertida? Milagros de mi despiste y del daimón que me cuida. O quizá es que los despistados nos volvemos invisibles en ocasiones. Por cierto, el libro de Schuré, que yo creía llevar en la mano, estaba ya colocado en el extremo del escritorio, por donde tenía que pasar el de la carretilla.
Hace unos días me ocurrió algo semejante en el Mercado Central, otra de las obras maestras de la llamada arquitectura del hierro. Estaba buscando un tema para este texto de La Charca, escudriñando los puestos de la zona de la carne —mi preferida desde que me he hecho vegetariana—. Aterrorizada por la visión de unos congeladores parecidos a ataúdes en pie, conteniendo restos espantosos de «vaca vieja» y de «vaca rubia hembra madurada», según rezaban unos cartelillos. Aquellos carnuzos herrumbrosos, que suscitaron mi inquietud por su aspecto, pues parecían desechos de una cámara de tortura de Vladimir el Empalador, me indujeron a fabular cosas que no acabaron de cuajar para la revista de Pere Montaner.
En esto, sentí una necesidad fisiológica. En aquel espacio inmenso, colorista, ruidoso, en el que decenas de bodegones vivientes asaltaban la visión y la enturbiaban, ¡cualquiera encontraba los lavabos…! Pregunté a una de las carniceras y traté de seguir sus indicaciones. Los de señora estaban fuera de la sala, en el subsuelo. Había que coger el ascensor. Lo cogí, volví a preguntar y me dijeron que un piso más abajo. Salieron todos y me quedé sola, bajando. Bajé una eternidad y comencé a inquietarme. Cuando el ascensor se detuvo, me encontré en un sitio que para nada recordaba el entorno de unos servicios públicos como los de las estaciones o los multicines.
Me perdí, pero esta vez bien perdida. Fui a parar al muelle de descarga de los cárnicos y allí, entre cadáveres sangrientos y desollados que colgaban de ganchos, manejados con pericia por gente muy gritona, con enormes guantes, me desvanecí sobre un charco de sangre aguachenta y helada. Varias personas acudieron en mi auxilio. Lo siguiente que recuerdo fue mi vuelta a la superficie, guiada por una amable trabajadora con redecilla blanca en el pelo. Estaba helada, mojada y había perdido mis preciosas gafas de sol de Salvatore Ferragano —bien empleado, por pija—.
De camino a mi casa para darme una ducha caliente y cambiarme de ropa, recordé otro cortometraje francés relacionado, como el de Resnais, con la situación que había vivido: el terrible de Georges Franju titulado Le sang des bêtes (1949), sobre los mataderos de París, que disfruté en Mallorca con un amigo bajo los efectos de una maría de alto voltaje. La hierba me hizo ver más degüellos y sangre de la que había, que ya es decir. Me puse a comentar algo, me temo que con cierta incoherencia. Toni dijo:
—Calla, Mariposa, que estás muy peta.
Y es que creo yo que me ocurre como a los personajes de Jean Ray, que el mundo forma en mis alrededores pliegues espacio-temporales que me impiden ver lo que tengo delante de mis narices. «Vacas viejas», «vacas rubias hembras», «carne de cerdo hembra», basta con una tontería brutal, que a cualquiera le parece de lo más normalito pero que a mí me conmueve, para despistarme y hacer que me pierda por esos pliegues, intervalos y costurones.