I
Omnisciente es el vidrio, apuntalado en la certeza de su transparencia, así como esta mi vulgar papada de sapo entiende que hay una funesta baba en cada neurona, esperando el momento destinado al canto de la nube. Por eso callé durante un tiempo, sumergido en la pluralidad de sentido, imaginando el ansiado incendio de las peluquerías. Querido primer mundo, aquí estoy parapetado en mi hedionda suficiencia, de un solitario salto accedo a la terca aridez de la nariz humana, contumaz peregrina de naderías. Las siete puertas de Jerusalén están selladas. Callé para volver poquito a poco, con una llave asesina.
II
Parece que la historia podría resumirse encima de una flor de loto, en la comodidad asustadiza diseñaría ancas a la medida de una explicación universal para llenar de cieno y estiércol las estúpidas manitas blancas de la brisa, que se lleva lo grave a comer caramelos. La venenosa superficie de esta piel escamosa me delata. Transfinitar el mundo, me digo, y croo. Sapientísimo croo, sapopótamo, sapoderoso, sapón divino, me hundo en la humildad del barro para escupir en la calva del presentador de televisión el penúltimo escupitajo de la gloria. Pero ya todo el mundo, secretamente, sabe, que la turbiedad del agua proviene sin ninguna duda de gargantas bien algodonadas. Cabrones sin fisuras.
III
Observo la naturaleza humana como el árbol que es. Un coro de ramas intrincadas violentan la azulejería del cosmos: esa vagina desdentada y triste. Es el llanto polifónico de lo vegetal, clamando por una genealogía inconfundible, pero la corteza del sueño hunde en el olvido toda la pudrición humosa de esta maternal indolencia en que se complace el género sapiens. Sapo de sapiens al cuadrado de la inmortal ignorancia, paladeando el jugo surrecto del vino frente al combate de la sangre desinhibida. La profunda insatisfacción del ser humano proviene de su negación a reconocerse aquí, en la probidad especular de una charca.