Dramatis personae:
Ilión: Troya. Príamo: rey de Troya. Tetis: nereida –diosa marina de segundo orden– madre de Aquiles. Keres: diosas fatales que se alimentaban de la sangre de los moribundos en el campo de batalla. Pélida: patronímico de Aquiles, hijo de Peleo. Otrere: una de las primeras reinas amazonas, amante de Marte y madre de Pentesilea. Tersites: personaje de la guerra de Troya de cuerpo deforme y espíritu cínico.
No se sabe por qué vino en ayuda del viejo rey Príamo de Ilión la élite de las élites: doce amazonas de la más alta alcurnia de su raza, al mando de la varonil y joven reina Pentesilea. La mitad de ellas serían enviadas a los Infiernos por el irascible Aquiles, matador de hombres. Las demás murieron a manos de otros caudillos argivos [1].
Ved primero a Pentesilea, noble amazona tracia de dieciocho años, de rostro de bronce y ojos de obsidiana. Viste calzones de piel, corta túnica bajo una coraza de escamas, casco con visera y cimera de crines de caballo. Altas botas protegen las piernas que aprietan el cuerpo de la montura sin la sujeción de los estribos. Monta un caballito barrigón más veloz que el viento. Maneja con destreza el hacha doble, inventada por su pueblo, y la lanza. Es hija de Marte y de otra amazona, Otrere.
Ya podéis imaginar cómo recibieron en Troya a la columna de estas trece guerreras; qué alegría hubo en las calles y qué fulgor en las miradas de todos al contemplar con sus propios ojos mortales a la hija del dios de la guerra que venía en su ayuda. Erguida en su caballo, sonriente como una kore[2], era como el soplo de una brisa fresca sobre los campos agostados.
Eros miró desde lo alto y lo que vio no fue de su agrado, pues aquella belleza salvaje podía ser del gusto de sus héroes favoritos y romper su armonía, que él mismo había creado no por medio de las flechas, sino mediante la rotación de la negra niebla que lo envuelve. Entre los argivos, Aquiles tenía un auriga llamado Automedonte, unido a él por la pasión de la lucha y por el amor juvenil, y un compañero de lucha y cama, Patroclo, más bello que un sol y gran guerrero. Eros amaba a aquella tríada de héroes y amigos, que en plena juventud rozaban el cielo con sus dedos. La guerra y los caballos eran su pasión. De ellos, sólo Automedonte moriría viejo. Los otros dos bajaron al Hades y fueron situados en los Campos Elíseos en la flor de la vida, porque el Destino y los dioses se llevan jóvenes a los que aman. Patroclo era un hombre; Aquiles, hijo de la nereida Tetis, semidiós.
Maquinaba Eros cómo deshacerse de aquellas mujeres viriles que tanto fascinaban a los hombres. Decidió usar sus propias armas para hacer que Pentesilea se enamorara de Paris u otro noble teucro, alejándola así de la pareja perfecta formada por Aquiles y Patroclo y de la amistad heroica del auriga que conducía a los caballos Xanto y Balio. No calculó –o se le pasó por alto; tantas cosas tenía en la cabecita– que las amazonas no aman a los hombres, aunque sí los hombres a las amazonas.
En una escaramuza se enfrentan las guerreras con los hombres de Aquiles. Al amanecer se lanza una columna contra otra con orden y ritmo perfecto, como una danza celeste o un friso de impecable geometría.
Al mediodía cuerpos y caballos se amontonan. Bajo el sol la sangre forma con el polvo una pasta que les aglutina. Huele a caballo, a sudor, a entraña. Patroclo clava su lanza en el vientre de una amazona. La experiencia le proporciona un placer salvaje, pero también una tremenda tristeza que viene de lejos. En el barullo y el polvo, con las viseras de los cascos bajadas, no se sabe quién es quién. Las cimeras se confunden con las colas y las crines de las bestias, que resbalan unas sobre otras.
Los agudos gritos de las guerreras son interceptados por las carrilleras de los argivos, que les tapan los oídos librándoles del espanto. Aquiles arrebata la vida a cinco mujeres; otros matan a las demás, cuyas almas son recogidas por las Keres. Estas, las llamadas sorores tenebrarum[3], exprimen con sus garras los cuerpos moribundos para obtener la preciosa sangre y los arrojan luego, muertos, al Hades para que las almas sean juzgadas. No recibirán castigos, pues estas pobres guerreras en su vida no perpetraron más que masacres legítimas ni arrebataron vidas salvo con las armas reglamentarias.
Un corro se abre en medio del tumulto, quedando en el centro Aquiles y la última amazona. Bajan de sus caballos, que son retirados por Automedonte, y tiene lugar en círculo un cuerpo a cuerpo de una perfección que aterra a quienes lo contemplan, pues no parece lucha sino danza sagrada de amantes tebanos antes de una batalla feroz.
El contrahecho y cínico Tersites, por cuyo cuerpo no corre ni una gota de sangre noble, va comentando que la amazona es Pentesilea, la reina de aquellas avispas, y que cuando Aquiles le arranque el aguijón, acabará el episodio de la ayuda a Príamo por parte de las mujeres guerreras y cualquiera que implique esta clase de libertinajes. Eros aplaude y, en la jarana que sigue al baile litúrgico dedicado a Marte, se prepara para hacer de las suyas. Pero el Destino está echado y frente a él no tiene la menor posibilidad este niño cruel y delicado.
Del corro donde Aquiles y Pentesilea se juegan las jóvenes vidas, se alza un grito de los espectadores, ya todos argivos, pues las doce guerreras guardan silencio, pegadas al suelo y visitadas por los buitres.
Aquiles ha clavado su jabalina, como el alfiler en una mariposa, entre las escamas de la coraza de su oponente que cae de rodillas pidiendo clemencia con los dedos levantados. El joven héroe ordena a Patroclo que le quite el casco y deje a la vista su rostro.
Pero no es fácil ver el rostro de un semidiós, tan pronto cercano como lejano, borroso o tan nítido que duele mirarlo, bello como el cielo despejado o cubierto con la máscara medusea que petrifica a los humanos. También la cara de Aquiles infunde pavor y pasión a quien la ve.
Inclinado junto a ella, el Pélida trata de verla sin que intervengan los ojos. Con la punta de los dedos recorre sus facciones geniales, en las que el molde de Marte ha dejado su impronta, y besa sus labios desde la ternura hasta la desesperanza. Como su propia boca, la de ella exhala el perfume del icor[4] divino que formó parte de su concepción. Por un momento, los ojos de ambos se cruzan abiertos como sendos abismos, negros cual carbones apagados de un misterioso sacrificio, los de la mujer; azules como las aguas donde vive su madre, los del héroe.
Eros se oscurece en su nube, preso de una agitación casi demente que le provocan los celos. Su héroe se está enamorando de la hija del dios de la guerra sin que él haya intervenido en nada. Se siente traicionado. Los ojos de la joven van cerrándose y su rostro adquiriendo una palidez cerúlea. Aquiles la estrecha contra sí sollozando. Patroclo contempla la escena apenado por la muerte de la hija del dios. Le estremece también cierto temor a que este rasgue las nubes y deje caer su cólera sobre las naves argivas.
La dulzura de la escena es disfrutada por los dioses asomados a los balcones celestes entre nubes de crepúsculo. Tersites, en un arrebato de miseria y suciedad moral, lanza una carcajada y un insulto al héroe por su debilidad por una puta, arranca la jabalina del pecho de Pentesilea y se la clava veloz en los ojos, vaciándoselos sin que apenas nadie se aperciba, ni Aquiles, que la sostiene en su seno.
El Pélida grita como si le hubieran arrancado el corazón. Patroclo hace que se lleven el cadáver. Tersites ha captado la mirada asesina del semidiós, su violencia que no tiene parangón, y al momento se siente golpeado por un puño que se diría de bronce. Cae con la cara y la cabeza rotas en medio del polvo y muere. El hijo de Tetis ha castigado lo que más odia: la malévola mezquindad de los bufones.
Los dioses contemplaron desde los celajes dorados del Olimpo, al amanecer, los funerales de la amazona, junto a sus compañeras, ordenados por Aquiles junto al río Escamandro. Príamo, de incógnito, disfrazado de mendigo, asistió a la cremación de aquella reina que, sin ser llamada y sin saber por qué, había acudido en su ayuda con sus doce guerreras.
Notas
[1] Argivos: griegos, de Argos.
[2] Kore: estatua votiva de muchacha joven ofrecida en un santuario.
[3] Sorores tenebrarum: hermanas de las tinieblas, espíritus del Inframundo.
[4] Icor: sustancia mítica que forma parte de la naturaleza física del cuerpo de los dioses.