El higado cirrótico del oficinista

Reflejos



No sé qué hago en este lugar. No veo ninguna luz, ni bombilla, foco ni ventana, pero no estoy totalmente a oscuras. Reina una penumbra donde los perfiles de las cosas destacan de las sombras lo suficiente como para que no tropiece con ellas. ¿Cuánto tiempo llevo deambulando por aquí? Seguramente, horas.

Cuando desperté, el dolor de cabeza era intenso, punzante; sobre todo en la nuca. Al verme en tal situación de soledad y abandono en este obscuro lugar, lo primero que me planteé fue que alguien me había golpeado y traído, posteriormente, aquí.

No he hallado puerta alguna, debe estar oculta tras alguno de los grandes muebles que se apoyan en las paredes. Quizás se acceda por una trampilla situada en el techo o en el suelo, debajo de alguna de las alfombras que lo cubren aquí y allá.

Me han secuestrado, creo. Pero no entiendo qué pretenden. Soy un modesto trabajador, ocho horas al día en una oficina de seguros por un miserable sueldo de 890 euros que apenas alcanza para la comida y pagar el alquiler. Voy andando al trabajo, más de quince cuadras, por no pagar el bus; de comprar un auto, ni pensarlo. Así que por dinero no creo que sea. Claro que pueden haberme confundido con otra persona,
con el Jefe quizá.

Si no me han confundido con el Jefe y no pretenden dinero, entonces qué. ¿Y si se trata de traficantes de órganos? Vi un programa en la TV que trataba de eso. Resulta que hay millonarios que pagan por un riñón o un hígado barbaridad de dinero. Y, claro, hay delincuentes dispuestos a obtener ese órgano destripando a un inocente.  Normalmente buscan personajes anónimos, suburbiales, desarraigados que a nadie importan. ¿Yo pertenezco a ese tipo de personas? Evidentemente no. Tengo mujer y una hija. Bueno, una ex mujer, nos divorciamos hace cinco años, más o menos. Y mi hija… bueno, quizás sea una ex hija, también, porque no viene a verme casi nunca. Debe hacer meses ya que sé de ella porque la telefoneo yo. Y parece que le molesta. Estoy seguro que si yo no la llamara, pasarían años antes de que se acordase que tiene padre. Es triste, pero es así. Su madre le comió el coco con esas pamplinas feministas, que lo único que pretendían era ocultar que la encontré despatarrada debajo de un agente de seguros de una compañía de la competencia. ¿Cómo se llamaba esa compañía? Ah, sí; La Fiel de Seguros Generales y Reaseguros. Vaya con La Fiel.

Descartado, pues, que mi ex y mi hija hayan acudido a la policía para denunciar mi desaparición. No tengo otra familia con la que me trate, si las exceptúo a ellas. Sólo unos primos en Andalucía, a quienes encontré en el entierro de mis padres, hace ya bastantes años, y que no he vuelto a ver. Y un tío anciano, hermano de mi madre; pero lleva años en una residencia para viejos con Alzheimer. Seguro que no me recuerda. Quizás hubiera sido más feliz mi vida si hubiera transcurrido en un suburbio, entre delincuentes y drogadictos. Más emocionante, al menos.

¿Quién, aparte de los traficantes de órganos, querría secuestrar a un gris oficinista de cincuenta años? No tiene sentido lo que pienso, mis órganos están bastante gastados. Mi hígado, por ejemplo, es graso y lleva camino de convertirse en un fuá cirrótico para enlatar. En una lata de pino ¿no?

Lo curioso es que no tengo sed ni hambre. Igual estoy muerto. Una eternidad entre muebles sombríos habrá sido el premio a una vida malgastada y gris. Me gusta esa idea: estar muerto, sin que nadie me importune nunca más con sus cuitas, sus preocupaciones, vanas ilusiones, opiniones que nada me importan. Estas sombras empiezan a parecerme cálidas, como una manta de angora ligera, acogedora, que me acaricia, en la que me arrullo placenteramente. La soledad debería causarme algún temor; pero no es así, aunque no termino de entenderlo. Es una idea mezquina, me doy cuenta: como si nadie me importase nada. Pero me doy cuenta que me basto a mí mismo en este lugar, porque, de alguna forma, me doy cuenta de que no necesito comer ni beber para subsistir. Puedo echarme a sestear sobre una de estas alfombras, disfrutar de mis ensoñaciones, incluso de mi cuerpo.

Estoy aquí porque durante toda mi vida no he querido a nadie. No les culpo si tampoco me han querido a mí. Pero ¡qué estoy diciendo!  No puedo estar muerto; y si no tengo hambre ni sed ahora, es porque cuando me han golpeado justo terminaba de comer. Creo. ¡Dios, qué confusión! Tiene que haber una salida de este lugar. Me palpo y sé que no soy un fantasma, estos pensamientos seguramente están provocados por la conmoción del golpe. Además, los espíritus no tienen dolor de cabeza y creo recordar que lo sufría hace poco. Ya no.

Voy a levantar la alfombra que estoy pisando. Palpo debajo, no hay trampilla. Hay otras alfombras, ¿cuántas? No quiero pasar el día entero levantando alfombras. Además, con esta poca luz, igual me confundo y levanto dos veces la misma alfombra y me dejo otras sin levantar. Lo mismo ocurrirá con los muebles. Claro que podría ir amontonando todo en el centro de la estancia, a medida que los voy descartando. Qué digo, debo estar delirando, será esta penumbra que embota mi razón ¿cómo iba a saber dónde está el centro de la estancia, si ni siquiera veo todas sus paredes? ¿y cómo saber que no estoy tapando precisamente la salida? En este último caso, mis secuestradores no podrían entrar aquí y yo fallecería tarde o temprano de inanición y de sed. Eso, si es que se trata de un secuestro, y no de los sueños de un cadáver que se pudre en su ataúd. 

Qué manía con eso de que estoy frito. Me paso una mano por la bragueta, a ver. Sí, creo que se inicia una erección. ¿Los muertos trempan? No creo.

¿Qué hacer?  Gritar, todavía no he gritado.

—¡Eh, hay alguien ahí! ¡Eh! ¡Eh!

No responde ni el Eco ese. Entre tanto trasto y alfombra, es natural. 

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

Nada, no contestan. También es natural. No le van a encerrar a uno aquí para venir a hablar con él por un capricho o un ataque de nervios.

Antes he mencionado a Dios. No sé por qué, pero me he acordado de Él. Dios no permitiría una eternidad entre muebles viejos, alfombras y penumbras. Él es bueno, decían las monjas del colegio en el que cursé mis primeros estudios. Pero, qué es la bondad, me pregunto. ¿Una Idea? ¿Una entelequia, una ilusión, quizás? Yo creo poco en Dios. Porque se puede creer poco en Dios; eso lo pensé hace muchos años, y, luego, no había vuelto a pensar en Dios hasta hoy. En consecuencia, soy un poco ateo también. Pienso en Dios ahora, después de no recuerdo cuántos años, porque lo necesito. Es un Dios para ocasiones, por eso digo que creo poco en Él. El resto del tiempo Dios está ausente de mi vida y de mis pensamientos. Aunque me gustaría que mandase un mensajero a este lugar que me aclarase cuál es mi situación. Un ángel, o mejor un Arcángel, puestos a pedir, con su espada flamígera y largas melenas castañas. Con una gran nariz hebrea y un vozarrón de barítono.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Hay algún arcángel por acá que quiera atenderme?

Nada. 

Me palpo el lado derecho. No me noto el hígado, eso no implica que me lo hayan extirpado; si estuviese muerto, qué iba a notar. ¿Quién querría ese pedazo de fuá enfermo? Nadie. No estoy muerto, entonces. Es un silogismo retorcido, lo sé. Los hombres se han pasado generaciones retorciendo silogismos intentando demostrar la existencia de Dios. Un poco de Dios no precisa tanto esfuerzo, sólo se lo toma cuando se nos ha terminado, como en la estantería de un supermercado la leche. Tonterías, lo que tengo que hacer es cuestionarme menos las cosas.

Creo que voy a dormir, sí. Será lo mejor. Esta alfombra parece cómoda. Quizás despierte de nuevo en mi casa. O en la oficina, donde puede que me haya dormido con la cabeza caída sobre el escritorio.

Creo que tomé demasiado güisqui antes de ir al despacho o de sentarme en el sillón de mi piso de divorciado solitario. Me aburrí en vida, en sueños quizá me aburra también. Mejor me tumbo en la alfombra, sí.

Este sueño, oh, este sueño.