Yoli tiene enfrente a Trueba, su mayor admirador. La mira como a la reina de Saba y ella lo sabe. Así que le suelta todo el rollo que se le ocurre y el otro le da la razón y la anima. No quiere que pare y Yoli no quiere parar después de cuatro cervezas sin comer.
Es pequeña, melena rubia con flequillo, ojos azules perfilados en negro y una nariz como la de Cleopatra de Astérix. Le habla de su hija de nueve años que no crece y parece una enanita al lado de sus amigas. Separada, tiene que criarla sola. Ya cuenta todo, se le entrecorta la voz, tiene fibromialgia y toma diez pastillas al día. Dolor crónico.
Llega Julio, el legionario, rapado y vestido de campaña con el cristo de la buena muerte tatuado en el brazo. Aquí son un pequeño clan vecinal marginal y autogestionario. Le dice a Yoli, que lleva el rímel corrido, que no se preocupe, él habla con el padre y verás si paga la pensión. Ni jueces ni leyes. Ella trabaja de limpiadora en la ciudad de la justicia y ya sabe de qué van la justicia y el legionario. Mucho gesto, poca chicha.
Trueba sabe que yo era abogado y como le presenté un recurso de apelación al danés por una condena de amenazas leves, hablamos de su situación procesal y administrativa de ayudas para su hija. Su familia es de Granada y tiene un acento cheli andaluz muy divertido. Me mira a los ojos con aire de reina sin pestañear y trata de hablar correctamente. Me enternece. Le digo que me traiga papeles y miramos qué hacer, que en diez años la ley cambia mucho pero que lo solucionaremos.
Ahora ya me hace guiños directos con su actitud de mujer madura atractiva. Trueba se pone celoso y el legionario llama a Popotitos, una mezcla de Doña Urraca y Olivia, y cuenta que está orgulloso de follársela todos los días. Todos los días que le paga la farlopa, claro. Una tarde más en el café de Chuan.
Yoli se marcha y al salir me tira un beso con la mano. Lleva las uñas color rosa barbie.