Oído

Por la orilla

Hay un mecanismo extraordinario dentro de nuestros oídos. Es piezo-eléctrico, porque transforma, con precisión, movimientos mecánicos en electricidad. Una membrana recoge la vibración del aire, focalizada desde las orejas, y la cambia por desplazamientos articulados en una cadena de minúsculos artefactos de hueso. El toque final es sublime: Un martillo le da hostias a un yunque, como en morse, y a este le sube el voltaje.

El conjunto tiene otras prestaciones añadidas. Destacaré el acelerómetro. Consiste en un dispositivo neumático con recorrido en espiral. Es hueco. En su interior un gel viscoso cimbrea unas cerdas, muy sensibles, que miden su propia tensión posicional. De esta manera saben si estamos de pie, de lado, boca abajo, o revueltos. Su precisión queda limitada por las variaciones de velocidad. Si no las hay, la medición es poco concluyente. Si hay demasiadas, se satura y tiende a hacernos perder el norte.

Llevo casi una hora en el bar, dando vueltas en un taburete giratorio. Con una rotación muy lenta, oyendo el reguetón telediario. Y estoy descubriendo que tanto aturde, aturde tanto, el golpeteo como el refluir.

He pedido, visto y no visto, educadamente, al mirar a los ojos del camarero, y no en otro momento:

«Ponme…

uno…

con…

leche.»

Percibí, de soslayo, que me observaban, raro, los demás parroquianos. Así que decidí parar el experimento. Ahora, dolorido, desde el suelo, me doy cuenta de mi error, y grito a los cuatro vientos, con ansiedad:

«¡No,

mejor un vino!»


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