Iba la gótica tan airosa calle abajo cuando me crucé con ella. Con su negro atuendo impoluto y elegante con apliques de muaré en las mangas y cinco botones de azabache del cuello al talle, relucía como planeta en eclipse, deslumbrando al paso de sus pequeños pies calzados con botines de charol. Empujaba un cochecito de niño con capota, tan negro todo él como la vestimenta de la madre. Pensé: «Rosemary con el bebé satánico». Me dio miedo mirar el contenido por si me sentía traspasada por los ojos verdes de un demonio. La joven no llevaba joyas, solo una esfera recubierta de refulgentes piedrecitas negras en forma de fruto de madroño, que colgaba de su cuello con una cadenita de plata hasta el vientre, por encima del cinturón con hebilla de plata. Oscilaba y se movía al ritmo de sus gráciles andares.
Me gustó el adorno al punto que, totalmente encaprichada, lo busqué con afán tanto en la red como en las viejas platerías de mi ciudad, donde solía encontrar cosas insólitas. La mayor que tengo de estas correrías es una nuez de Indias engastada en plata como las que se ven en retratos barrocos de niños aristócratas. Mis amigos fliparon con ella: nunca habían visto nada igual. Les costaba creer que algo tan oscuro, duro y lustroso fuera de origen vegetal.
En el polvoriento escaparate de una tiendecita llamada Plenilunio, en una calleja de las Azabacherías que frecuento en busca de joyas anómalas, me pareció vislumbrar algo parecido a la esfera brillante que con tanto afán buscaba. Llamé al timbre y me abrieron enseguida. En el mostrador me esperaba una señora de cabello blanco muy repeinado en ondas, dotada del encanto pictórico de los viejos hermosos. Le pregunté por colgantes de bolas negras y añadí que creía haber visto uno en el escaparate.
—¿Bolas negras? Tengo llamadores de plata, pero no son negros —contestó entre amable y reticente.
—¿Llamadores? —pregunté yo algo perpleja.
—Sí, de ángeles. Ahora le enseño.
Desapareció un momento tras una cortina y volvió con una bandeja de joyero tapizada con terciopelo granate. Contenía una serie de bonitas esferas de plata, algunas lisas y pulidas, otras con diversos realces. Me gustaron, pero no era eso lo que yo andaba buscando.
—Las compran mucho las futuras mamás para que el niño que llevan oiga el cascabeleo y se acostumbre a él. Así, reconoce luego el ruidito y se calma si lo oye cuando tiene una rabieta.
—¿Ruidito?
Tomó una de las bolas y la hizo tintinear. Era un sonido dulce y maravilloso.
—Los llaman «llamadores de ángeles», porque se dice que a su sonido acuden espíritus buenos o el ángel de la guarda. En fin, lo cierto es que son bonitos y una buena opción para regalar el día de la Madre o para una esposa preñada —ponderó la vieja vendedora escrutándome con sus ojos verdosos, embellecidos con el tiempo por la caída de los párpados superiores, que los achinaba.
—Pero yo he viso en el escaparate una negra y algo pinchosa como una pelota de masaje —insistí.
Me temo que esta última indicación la cogió por sorpresa. Me miró negando con la cabeza.
—No sé a qué se refiere —y añadió el ruego típico de los joyeros—: Por favor, salga y señálemelo, a ver si….
Desde la calle, mirando el escaparate para indicarle el lugar donde había entrevisto la bola negra, advertí en él una mano furtiva parecida a una garra que, tanteando entre las joyas de plata, apresó algo y desapareció como la lengua de un reptil que atrapa a una mariposa. Cuando volví a entrar, la señora tenía en la mano el fetiche y me lo mostró interrogante.
Lo compré junto con una cadena no tan larga como la de la joven gótica que me había inspirado, ya que yo no lo relacionaba con la maternidad, aunque sí con la joya hueca y rellena de plantas medicinales o venenosas que los brujos regalan a Mia Farrow en la película de Polansky. Me conformaba con ponérmelo como colgante a la altura del pecho. La platera me hizo probármelo y la verdad es que quedaba muy chulo y postinero al mirarlo en su espejo empañado por el tiempo. Me sopló cuatrocientos pavos y otros cincuenta por la cadenilla, de hermoso metal gris oscuro brillante que, según indicó, era de plata esterlina bañada en rutenio. Añadió que, aunque parecía delicada, no se rompería fácilmente ni perdería su lustre.
—Procure no ponerse este adorno a menudo y sobre todo no duerma con él —dijo mientras lo introducía en una diminuta caja de falsa concha tapizada de terciopelo.
—¿Por qué? —pregunté al azar sin insistencia ni la menor curiosidad.
—Estas cosas, ya se sabe —fue su enigmática respuesta. Me despidió con una sonrisa de complicidad.
Aquella noche abrí la caja y extraje mi tesoro. Entonces recordé la música que me había hecho oír la platera al mostrarme los llamadores de ángeles. Agité mi bola gótica. Se dejó oír un tintineo parecido al suyo, pero mucho más oscuro y misterioso, que me encantó. A su sonido emergió de entre las sombras un demonio de las huestes de Lucifer el Resplandeciente, que me saludó con graciosa reverencia.