Querido Papá Noel:
Seguramente te sorprenderá esta carta, por las razones que todos conocemos y que ahora no vienen al caso. Como es la primera vez que te escribo, voy a ponerte en contexto, para que puedas actualizar tus bases de datos con cierta coherencia y no te dejes llevar por ideas preconcebidas.
Mi madre fue una exótica reina de la belleza. Famosa por sus peticiones de paz y tolerancia entre los pueblos, y esa es la herencia que me dejó. Mi padre no. Él era un alto funcionario de águilas y uniformes. Racista, clasista y homófobo. Seguro que fueron estas características de su persona las que le llevaron a desentenderse de nosotros. Por su parte solo heredé el camello: un correligionario suyo, ya jubilado, pero con mucho gancho en los barrios.
Trabajé toda la vida de temporero. Fui, y soy, autónomo relativo, eso que ahora se llama falso autónomo. Explotado sin piedad por los que yo creía mis amigos, y que resultaron ser, también, falsos compañeros. Eran, en realidad, jefes, por derecho de nacimiento. Así que siempre me tocó el turno de noche. Y los festivos.
No creas que me quejo, que sí, que lo hago; lo digo como un dato más.
Te cuento un poco mi vida para que no malinterpretes algunas de mis acciones recientes como maldades. Nunca tuve la intención de hacerles ningún daño a Rudolph y a los dos duendes. Estaba muy cansado y enfadado cuando los atropellé con la carroza el pasado Día del Orgullo. La mala leche me ofuscó y decidí vengarme, sencillamente porque envidiaba su felicidad laboral y personal. Espero que ya estén mejor. Dales un saludo de mi parte.
Sin embargo, obviando ese pequeño incidente, en general, me he portado bien todo el año y, por lo tanto, me creo con derecho a solicitar mi regalo. Más que un regalo, diría que es un favor.
La cosa es que aquel camélido que supuso el único legado paterno, falleció recientemente. Sí, fue el detonante que me llevó al estado de desequilibrio mental que provocó el asuntillo con tus empleados. Reitérales mis disculpas una vez más. Bien, como te decía, esta situación sobrevenida ya en el ocaso de mis días, agrava el terrible padecimiento reumático que el frío y las nefastas condiciones en el trabajo, esculpieron en mis huesos. He intentado, por activa y por pasiva, ser atendido por las vías más tradicionales, y legales, pero la Mutua insiste en declarar mi dolencia como enfermedad común. Ya sabes cómo se las gastan. Y en el centro de salud, la pobrecilla y saturadísima médica de familia que me tocó en suerte, me ha dado cita con el especialista para dentro de tres años. Ya no aguanto más. De verdad que no.
Con todo, solo te pido una cosa, por piedad, consígueme un camello. Uno bueno, de confianza.
Sin otro particular, y esperando prontas noticias, recibe un cordial saludo.
Siempre tuyo,
Baltasar