Todo el mundo tenía mote, era la idiosincrasia del barrio que cercenado por vías de tren, autopistas, fábricas y rieras funcionaba como un pueblo. Como un pueblo pobre, pero generoso y certero a la hora de poner apodos. Es la sabiduría popular, dicen, y la mala leche, añado yo. Y para muestra, algunos ejemplos.
El Beethoven, un desgraciado con un trastorno neurológico que le impedía dejar de mover los brazos sin sentido. El tipo se pasaba el día deambulando mientras dirigía su espectral orquesta.
El Cubos se hizo culturista justo cuando la palabra se puso de moda. Andaba siempre marcando músculo, con una diminuta camiseta de tirantes, y en sus manos se dibujaban unos cubos invisibles que dieron origen a su sobrenombre.
Fran, el pelirrojo del barrio, de cabello rizado y diminutos ojos azules era apodado el Fary. Cuando la gente preguntaba:
—¿Por qué? Si no se parece en nada.
—Ya, pero también es feísimo.— Respondía el interpelado de turno.
Había una señora muy agradable a la que llamaban la Alma Negra y un gitano que tocaba muy bien la guitarra al que apelaban por Dientes Peludos, no hace falta que explique el porqué.
Un pequeño incidente podía dar lugar a un mote que te perseguiría hasta el final de tus días. Estos momentos se quedaban grabados en la memoria de los presentes pero sobre todo en la de los ausentes, que los contaban como si los hubiesen vivido de primera mano. Y de una de esas anécdotas surgió El Cacaolat. Bautizado como Ángel, estaba bebiendo el popular batido de cacao cuando se le derramó encima. Con el propósito de aprovechar el preciado líquido, el todavía Ángel, se quitó la camiseta, la exprimió y se la llevo a la boca para apurar el batido que la impregnaba. El Cacaolat para los restos.
¡Atención! El Beethoven y el Dientes Peludos están a punto de cruzarse. ¿Se producirá un concierto improvisado? No. El Beethoven lo ignora y dirige a un grupo de señoras que toma el fresco a pie de portería. El Dientes Peludos se aleja mientras entona «Libertad», de los Calis.
Libertad, para ti.
Ya podrás viviiiiir de nuevo.
Y reír, sonreír.
Dar la vuelta al muuuundo entero.
También disfrutábamos de los clásicos. Teníamos un Mono, un Chino, un Sipi, una Panto (de Pantoja), y así hasta el último vecino. Había, incluso, unas Grecas, una de las cuáles también murió por la necia droga.
¿Y a mí? ¿Qué cómo me llamaban? Creo que fui uno de los pocos casos que cambió de apodo: de pequeño era el Caraescoba porque iba siempre muy despeinado. Pero crecí, me peiné la raya a un lado y me pusieron gafas. Unas cuadradas de pasta negra, por lo que pasaron a llamarme Superman. Aunque, técnicamente, a quien me parecía era a Clark Kent, pero eso explícaselo a ellos.