Reímos felices, todas juntas, tras la ejecución. La bruja había ardido muy bonito. Con tranquilidad, sin estridencias. Un par de chisporroteos, rítmicos y entonados, pusieron la guinda al espectáculo. Hubo muchos aplausos y vítores, para la maestra fogateira.
Nos quedamos un par de horas después, para asar unos chorizos, aprovechando las brasas impregnadas de grasa endemoniada, que ofrecían siempre ese saborcillo agridulce y un poco picante que tanto gustaba a grandes y pequeñas, pobres y ricas, sabias e ignorantes. Hasta las juezas se habían unido.
Petra seguía metida de lleno en su papel de sacerdotisa suprema, repartía homilías entre las niñas y fabulaba magníficas parábolas para sembrar el aliento divino en aquellas mentes vírgenes. Durante un rato admiré su donaire, su tono infantil, y, sobre todo, su belleza. Era guapísima. Imbatible. Insultante.
Las dos juezas de línea, las Paulas, se alineaban, con un discurso lineal, cada una a su banda. Paula B animaba con prosaica convicción a las viejas, sobre todo, pero su retórica se veía amplificada por una poco natural comparsa de muchachas, que repiten periódicamente, como un salmo, las elucubraciones y graznidos de La Gaviota Blanca, sobre fondo azul ovalado, azul ducados, no cielo, no. Y eso está haciendo mucho daño, desde mi punto de vista, claro.
La otra, Paula A, solía llevarse de calle a la chavalada, pero ese día estuvo como ausente. Solas, sus cantaoras, desafinan, y se las ve tensas. O, tal vez, solo aburridas, por eso desbarran… No te digo yo que no tengan buena intención, pero desbarran.
El desarrollo disfuncional de la fiesta lo proporcionaba, como es su costumbre, la cuarta árbitra, Jacobina, la jueza del BAR, con uve. En su vida privada regenta un garito de moda. Un sitio curioso, en el que solo se sirven combinados de naranja, y la música mezcla versiones de clásicos del pasodoble y el tecno-trance. Orujo y ácidos, cítricos todos. De garrafón.
Esta señora se ha rodeado de un elenco estelar de listas, previo casting, no me cabe duda alguna, y su película parece que se encarama a los rankings, ránquines, ránquesen… como sea… de audiencia. Hay producción. A lo grande. Cara, sí. Eso sí.
Ya en casa, mi hermana, la mayor, me interrogó sobre los pormenores de la ceremonia. Es animalista y no soporta el maltrato a ningún tipo de bicho. Yo le planteo los tópicos típicos, que se crían para eso, que si no se extinguirían, que hay todo un ecosistema de hadas, duendes, ogras y onagras viviendo en los bosques gracias a ello… Ella dice que bueno, que vale, pero de ahí a ensalzar como grandes artistas a las fogateiras, va un trecho. Y mira, razón no le falta.
En aquella ocasión tenía un interés más personal. Parece ser que ella y sus amigas habían rescatado a la bruja y sus elfas de una muerte segura en las frías aguas de la Laguna Negra. Intentaban emigrar clandestinamente hacia el norte. Allí está ilegalizada la quema desde hace décadas. Creen que en esas civilizadas tierras van a vivir mejor. Pobres. Allí no las quieren, y están creando una corriente de descrédito entre la población, para justificar las violentas deportaciones. A veces dicen que tienen piojos, otras, que transmiten la viruela. Populismos variopintos.
De pronto rompió a llorar. «Las salvamos de morir ahogadas… para que al final… las consuman las llamas… Es horrible…». Acertó a explicar con dificultad, entre sollozos. Intenté tranquilizarla acariciando su cabeza, pero apartó mi mano con brusquedad espetándome: «¡Tú no lo entiendes! ¡Son hombres! ¡Las brujas son hombres!».
Un escalofrío cálido (sí, sí, sí) me recorrió el cuerpo entero. Aquella revelación cambió mi vida para siempre.
Sigo yendo a las hogueras. Pero ya no aso los chorizos, ahora los como crudos. Y me gustan.