Janet Leigh, amor de cine

A la luz de las estrellas

 

Los amores de cine son propios de la niñez, o de los primeros años de la adolescencia, cuando ese tipo de atracción conserva intacta su inocencia, hasta que la aparición del instinto sexual, inherente a un enamoramiento real, lo hace reconvertirse, perdiendo parte de su ingenuidad. Un niño no sueña despierto con su amor de cine; un adolescente, sí, y es posible que, a veces, se le vaya la mano al fantasear con ese amor imposible. En ambos casos, por encima de cualquier otra consideración, es utópico, pero resiste el paso del tiempo y siempre se recordará con cariño, como si fuese una antigua novia a la que se quiso mucho. En su momento de máxima exaltación, bordea la idolatría, pero si el que lo experimenta no es imbécil, y no se obnubila hasta el extremo de volverse incapaz de separar lo real de lo imaginario, sabe distinguir si su actriz predilecta no está bien en un papel concreto. Aunque, claro, atribuye la culpa al director, al guionista, al fotógrafo, a la maquilladora o al tontaina que le trajo, en un momento crucial del rodaje, un té con leche que le sentó fatal.

El caso Jet Pilot (Amor a reacción)

Películas malditas aparecen en todas las cinematografías. En la hollywoodense hay una que, dado quienes formaron parte de ese proyecto, no debiera haber ido a parar a semejante apartado. Todo lo contrario: reunía los ingredientes necesarios para que fuera un gran éxito, pero diversas circunstancias lo impidieron. Así, tras algunos retrasos, fue descartado su estreno y pasó a languidecer, durante nueve años, en un desván de la RKO.

Todo comenzó cuando Howard Hughes, accionista y propietario de RKO desde 1948, se involucró en el proyecto de producir otra película de aviación. De Hughes, una de sus amantes, Katharine Hepburn, cuenta en su autobiografía: «Howard tenía más glamour que las películas de Hollywood, porque su vida y aventuras eran reales».

Totalmente cierto: su imagen real está lejos de la que se ha trasmitido –de forma bastante miserable– por su comportamiento en sus últimos años. Ingeniero, aviador, diseñador y constructor  de aviones, propietario de la compañía de aviación TWA… Hughes se propuso repetir el éxito conseguido con Hell’s angels, protagonizada por Jane Harlow y Ben Lyon y producida y dirigida en 1932 por el propio magnate, con la colaboración no acreditada de Edmund Goulding. Amor a reacción pretendía dar a conocer el avión de combate Sabre F-86 a través de una trama amorosa y de espionaje, sencilla y poco verosímil, pero en concordancia con los tiempos de guerra fría; de ahí que las partes más interesantes fueran las evoluciones reales de los cazas. El rodaje comenzó en 1949 a las órdenes de Josef von Sternberg, que llevaba ocho años retirado y que sólo dirigió dos películas más: Macao, también para RKO en 1952 y una sorprendente producción en Japón, Anatahan (1953), en la que se encargó del guión, la fotografía, la dirección y hasta hizo de narrador.

El comienzo de la Guerra de Corea, en Junio de 1950, con la entrada en combate de los Mig-15 soviéticos, superiores en algunos aspectos a los Sabre-86, obligó a la empresa constructora, North American, a realizar diversas modificaciones en los aviones para equipararlos a los Mig-15. Hughes vio claro que no tenía sentido promocionar un avión que se estaba quedando anticuado. El tiempo fue transcurriendo y von Sternberg fue sustituido por  James Whale. John Wayne y Janet Leigh, terminado su trabajo y con otros compromisos firmados, ya no estaban disponibles para rodar escenas adicionales. Hughes se desentendió del tema y el estreno de la película quedó congelado, por él y por sus sucesores al frente del estudio, ya que el magnate lo vendió en 1955.

Consecuencia personal (lo que ahora llaman daño colateral): cuando se estrenó Amor a reacción en Barcelona en 1958, yo también había cambiado. De ver por primera vez a Janet Leigh con once años, en El Príncipe Valiente, a verla con diecisiete… No era lo mismo. Seguía intacta su capacidad de atracción, pero mi interés por ella se había extendido a otras cualidades. Cualidades en las que Janet había sido dotada generosamente por la naturaleza y que, como niño, había sido capaz de advertir, sí, pero no más allá de quedarme bastante perplejo al ver aquellos pechos tan puntiagudos de los vestidos medievales de Coraza negra, que no se parecían en nada a lo que se solía ver en la vida real. El retraso en el estreno no afectó a mi enamoramiento. Después de verla en Mi hermana Elena, Colorado Jim, Sed de mal y otras, se intensificó. Afectó al hecho de impedirme verla en los comienzos de su carrera, muy joven y con otro estilo: una belleza real nada sofisticada, como una chica que vivía en mi escalera o podía ver fugazmente en la calle y que me deslumbraba instantáneamente.

Hace unos días volví a ver la película en TV2 y me atrevo a decir que Josef von Sternberg recuperó su enorme capacidad para captar el potencial de una actriz en formación, Janet, como había hecho veinte años antes con Dietrich. Los primeros planos son la mejor prueba. Sin embargo, Sternberg no fue el primero en intuir las posibilidades de otra actriz: Norma Shearer, una de las grandes estrellas de MGM entre 1925 y 1942. La vio en un anuncio publicitario, habló con ella y la animó a que hiciera una prueba con MGM. Shearer conservaba cierta influencia en el estudio a pesar de haberse retirado cinco años antes y mantenía una relación excelente con Louis B. Mayer. La prueba fue un éxito y firmó un contrato de siete años. Durante el rodaje de Amor a reacción, que ya era la décima película de la actriz, Sternberg supo darle el protagonismo que merecía, confianza en sus posibilidades, sin dejarse achicar por una estrella tan personal y carismática como John Wayne.

En la época del estreno pocos sabían —aparte de la distribuidora y algunos cinéfilos— que se estrenaba en España con ocho años de retraso y Janet Leigh y John Wayne habían cambiado lo suficiente como para que se notara el tiempo transcurrido: basta con ver su aspecto en Psicosis y Río Bravo, respectivamente, estrenadas meses después de Amor a reacción. La crítica de La Vanguardia de Antonio Martínez Tomás —muy elogiosa, por cierto— y los recortes publicitarios, permiten comprobar el desconocimiento del crítico sobre los avatares de la película. La distribuidora, astutamente, citaba en la publicidad como año de producción el año 1957. En la España de los años cincuenta era frecuente estrenar películas con muchos años de retraso. Como suele pasar con los amores imaginarios, el paso del tiempo los pone en su sitio y los convierte en algo entrañable.