Marilyn Monroe llegó después

A la luz de las estrellas

 

The seven year itch, (La picazón del séptimo año) fue estrenada en España como La tentación vive arriba, en 1963, con ocho años de retraso y meses después de la muerte de Marilyn Monroe. Una tímida apertura de la censura permitió el estreno de películas retenidas hasta entonces y algún sorprendente avance visual en TVE, como ver en una obra de teatro clásico a un actor, situado detrás de Marisa Paredes, apretarle cada uno de los senos con sus manos de cara a la cámara, ambos en un plano medio. Los motivos de asombro fueron flor de un día y en ningún momento afectaron a los telediarios que siguieron en la misma línea. La Caverna Franquista y Eclesiástica se había rasgado las vestiduras, reaccionó y se acabaron los avances. 

Se supone que la picazón puede afectar a determinados maridos al cumplirse el séptimo año de matrimonio y provoca un deseo casi irreprimible de tener una apasionada aventura extramarital. Dirigió Billy Wilder, con guión suyo y de George Axelrod, autor de la obra de teatro original. Los protagonistas fueron Tom Ewell y Marilyn Monroe, la desencadenante de la picazón. Sin embargo, Tom Ewell ya había experimentado la picazón por culpa de Vanessa Brown en el Fulton Theatre de Nueva York en 1952. La obra fue un gran éxito, que se mantuvo con el tiempo con sucesivas reposiciones y cambios en el elenco. 

La película no dejó una huella apreciable en mi memoria. Fue años después, mitificada ya Marilyn Monroe hasta la extenuación o el aburrimiento, y elevado a los altares Billy Wilder, cuando reparé en ella a través de una situación concreta: la atmósfera especial que se crea desde la pantalla de un cine o el escenario de un teatro, se extiende al patio de butacas y llega a los espectadores. Con un poder de seducción tal que convierte a la parte del público a la que atrapa en prisionero de lo que ve. Lo mismo puede proceder de una trama apasionante que de una persona subyugadora en la que se concentra toda la atención. Así, esa hora y media o dos de espectáculo, pasa sin que se note la posible incomodidad del asiento, que no sabes dónde poner las piernas, si se ha luchado por la posesión del brazo de la butaca o si alguien tose o estornuda. Pero, ¡cuidado!, esa atmósfera tiene una duración limitada para atrapar a los espectadores, que George Axelrod cifra en 10 minutos. Si en ese tiempo, además de conseguirse, no se mantiene, se pierde a los espectadores.

En mi caso recibí la primera oleada atmosférica de niño, sentado en una fila de platea del Teatro Romea (esas que nunca se ponen a la venta), muy cerca del escenario y sentado sobre los muslos de mis padres, que se turnaban para sostenerme. La desencadenante fue una jovencísima vedette, Palomita Esteso, hija de la directora de la compañía, Luisa Esteso. El encantamiento se produjo a los cuatro años y el recuerdo ha permanecido intacto aunque, paradójicamente, otros más importantes se hayan esfumado. Aunque —todo hay que decirlo— buena parte de ese recuerdo se sostenga en las veces que mis padres explicaron a sus familiares y amigos lo que pasó. Tiene su lógica: era un niño que estaba en dónde no debía estar, viendo una obra de teatro para adultos y a una actriz joven, desenvuelta, simpática y que a veces daba la impresión de dirigirse a mí; lo cual no debe sorprender porque dudo que hubiera tenido alguna vez a un espectador tan joven. 

Sin embargo, sirve de ejemplo de lo que puede significar la existencia del emisor capaz de crear una atmósfera favorable. Su ausencia impide la permanencia en la memoria de un recuerdo apreciable, como si fuera una película-kleenex: ver y olvidar. La atmósfera que pudo crear La tentación vive arriba no me atrapó. Que la protagonizara Marilyn Monroe no supuso ningún aliciente porque nunca fue una de mis actrices favoritas. A Tom Ewell lo tenía visto de otras películas en papeles destacados, como en La costilla de Adán, pero no lo valoraba más allá de que fuera un buen actor. La falda del vestido blanco de Marilyn y el aire que salía de la rejilla de ventilación del metro, proporcionaron una de las secuencias más famosa de la historia del cine. Pero una secuencia no hace una película; hace falta bastante más. ¿Por qué, pues, no me envolvió la dichosa atmósfera? 

Veamos:

Primero, porque en esos 10 minutos clave tuve la impresión de estar viendo una obra de teatro y no de cine, a pesar de los esfuerzos de Wilder y Axelrod por disimular el origen teatral, y de la espectacular secuencia de la falda de una Marilyn en su mejor momento. 

En segundo lugar, porque me pareció un caso posible, aunque no claro, de mala elección del protagonista, lo cual, teniendo en cuenta que éste permanece casi permanentemente en pantalla, es siempre contraproducente, incluso para un actor más carismático. Tom Ewell era un actor con recursos, pero aquello que recoge la cámara lo percibe el espectador hasta la última fila de un cine, mientras que desde la platea de un teatro no se aprecian con detalle los rostros ni aunque se tenga una vista de lince. 

Wilder era consciente de las limitaciones de Ewell y viajó a Nueva York para hacerle una prueba a un actor sin experiencia en cine, Walter  Matthau, del que le habían dado buenas referencias. La hizo, con la actriz Gena Rowland en el papel de Marilyn, y regresó a Hollywood satisfecho con los resultados, así que se lo propuso al productor, Charles Feldman y al Jefe del estudio, Darryl F. Zanuck, que rechazaron su propuesta. Wilder sabía de la experiencia y capacidad de Zanuck en todos los aspectos de una producción y no insistió. La carrera posterior de Matthau en el cine puede hacer pensar que fue un error descartarlo. No obstante, cabe recordar que en sus primeras películas interpretó a tipos particularmente odiosos. Fue más tarde cuando se especializó en personajes extrovertidos, divertidos o cínicos y el protagonista de la tentación tampoco está entre esos estereotipos: él es un sufrido falso culpable.

Como es de imaginar, a nadie se le ocurrió proponer a Vanessa Brown como protagonista femenina, empezando por Wilder, porque la opción Marilyn, próxima a llegar al punto culminante de su carrera, era indiscutible. Pero, ¿qué hubiera pasado si hubiese sido ella la elegida, con la secuencia de la falda incluida?  Al fin y al cabo, Vanessa Brown, fue una buena actriz, atractiva, sexy y muy inteligente, como fue demostrando con creces a lo largo de su vida en diferentes actividades. Aunque nacida en Austria en 1928, de padres judíos, tuvo que huir de los nazis en 1936, y sus comienzos en Estados Unidos no fueron nada fáciles. Como actriz se la recuerda principalmente por La heredera (1949), de William Wyler, como criada y paño de lágrimas de Olivia de Havilland y como Jane, junto a Lex Barker, en Tarzán y la esclava, película que, como numerosas producciones de Hollywood de aquellos años, no llegó a estrenarse en la marginada España de la época. En este caso la censura no tuvo nada que ver.

Un par de puntualizaciones: 

a) el hecho de que con cuatro años fuera espectador de una obra de varietés a mediados de los 40 resulta complicado de entender si no se ha vivido en esa época y, además, en un entorno algo peculiar, pero tiene su razón de ser.

b) hay un ejemplo perfecto de la atmósfera creada en una sala de cine por una personalidad extraordinaria: Audrey Hepburn en Vacaciones en Roma, Sabrina o Desayuno con diamantes. No es que estuviera previsto que todo girara a su alrededor y eclipsara a sus coprotagonistas: su manera de ser lo consiguió de forma espontánea. No es de extrañar que más de 60 años después el Mito Audrey se mantenga, sin que la polución mediática provocada por otras personalidades lo haya diluido y la fascinación emane, además de cines y teatros, de un vídeo, un ordenador o un smartphone

Eso es un mito y buena parte de los demás, cuentos.