Sí, supongo que sí, a todo el mundo le pasa… Quieres a alguien que te quiere y, cuando menos te lo esperas, va y se muere.
La gente anda por ahí muriéndose y no pasa nada, todo sigue, pero algo de ti también se ha muerto. Al principio estás debajo con él y la tierra húmeda se huele cerca, pero luego se reseca. Es gradual. Ya, sí, después viene la zombificación, los polvos blancos y todo eso. Vas ciega caminando y eres consciente de que algo de ti yace enterrado junto a ellos, sí, a ellos. Él y el pedazo de existencia que se compartió.
Algunos se llevan un puñado de tierra en el bolsillo, incluso se compran un tiesto. Otros se lo guardan en la boca y luego la van escupiendo. Yo, me la llevé al principio a la boca, luego iba soltando esputos por todas partes como una tísica. Tal vez por ansiosa, también cogí un poco de tierra en el bolsillo. Lo tenía roto y no pude coger mucha, aunque sí la suficiente.
Al principio, bueno, después de las toses pensé en comprarme un tiesto en la tienda de la Fina que me pilla cerca, pero como tengo esta cabeza…, lo iba dejando. Y claro, no creció nada. Aunque es preferible, porque a veces crecen cosas desagradables. Un día conocí a alguien que la plantó, la regaba a diario con lágrimas rituales, a la misma hora durante un mes, y le salió una enredadera que le ocupó toda la casa, se le enredó al cuello y acabó ahogándola. Ya me acuerdo, Maite se llamaba, la pobre.
Yo preferí no hacerlo, porque imagínate que sale un ficus, o un geranio. Buaghh… No, si al menos saliera marihuana, luego te la podrías fumar y poco a poco y entre risas se acabaría.
Bueno, a lo que iba, que no sé si por ansia o por inexperiencia, se me coló algo de tierra en los pulmones. Y eso fue más chungo porque la sentía y pesaba, y claro, la respiración era más lenta. No podía escupirla porque la tierra cabrona cayó hondo. Era un martirio. De noche notaba el roce: ras, ras, rascándome, y por mucho que tosiera, no salía. Era mortal. Ni comparación con la de la boca, que si bien era más molesta por eso de que me chirriaban los dientes al hablar, o cuando comía todo tenía sabor a tierra… Pero no, ¡ni comparación!
Bueno, lo peor es que fui al médico, y me dijo que era grave. Que había visto a gente con tierra de esa —tierra de muerto— en la boca y que eso no era tan preocupante, porque les mandaba un enjuague bucal e iba desapareciendo, aunque en el pulmón era peor. Me dijo de hacerme una biopsia, pero me negué. No, no. Me avisó del riesgo de que podría pasarme al alma, y cuando oí eso —que soy muy mística cuando me pongo—, me sobresalté. ¡No, al alma no! Había escuchado muchas veces en canciones que el amor traspasa el alma, pero pensaba que era algo abstracto, no fisiológico. Me dijo que esperara un mes y que la tierra de muerto tal vez pasaría a los intestinos y después la cagaría. Pero en lugar de pasar a los intestinos me pasó al corazón.
¡Vaya tela! Bum, bum, bum…, latía, y la tierra se iba de un lado al otro. Notaba el cosquilleo; como era constante se hacía pesado y me salieron llagas en los ventrículos. Entonces un amigo de mi madre que es cardiólogo me dijo que lo mejor sería permanecer un tiempo en reposo para evitar las emociones fuertes hasta que mi propio organismo arrastrara la tierra en bombazos de sangre. Lo único jodido es que después pasaría al riñón y se me haría un cálculo, pero eso era menos preocupante.
Bueno, así fue y estuve un mes en una de esas habitaciones blancas y acolchadas que alquilan en los frenopáticos. Me ataron para que no se me moviera la tierra. Les dije que no era necesario, pero él y mi madre insistieron. Después me enteré de que el cardiólogo y mi madre eran amantes, ¿sabes? Así podrían estar follando un mes en mi casa sin ningún problema.
Sabía que follaban a veces, pero lo que más me jodió es que en el frenopático no tenían tele y no podía ver los documentales de la 2. Bueno, dijeron que era para evitarme emociones. Aunque lo que más chungo fue lo de las inyecciones. Las agujas me daban pánico y para que no gritara me las ponían de noche. Pensé que ser yonqui es cuestión de acostumbrarse, porque los flirteos con la aguja llegan a ser orgásmicos y terriblemente gélidos como cuando se corre un esquimal, ¿sabes? Los inuit —mal llamados esquimales— no son de familias numerosas porque cuando eyaculan el semen se les solidifica y se convierte en estalactitas en la vagina de su compañera esquimal. Se les hinca como un Támpax de hielo y les duele. Por eso los esquimales follan poco.
¿Quién me lo dijo? Bueno, es que una noche me visitó uno, y, con esa cara que ponen los esquimales, me desató. Me habló algo, yo le dije que era mejor que nos comunicáramos con los ojos, porque si hablaba mucho la tierra podría moverse más, subiría al esófago y me ahogaría.
Yo lo vi muy mono y raro, por eso nos entendimos tan bien. Nos sentamos en el suelo y me abrazó fuerte; dijo que hizo un viaje muy largo solo para verme, porque sabía que tenía frío. Como no estaba acostumbrada a temperaturas tan bajas decidió venir a ayudarme. Me acariciaba el pelo con esa manera tan suave que tienen los esquimales y a mí, poco a poco, se me quitó el frío. Entonces en sus ojos leí —TE DESEO— con letras fluorescentes como cuando en Momo, la tortuga Casiopea pone en su caparazón: «Ya estoy aquí».
Le miré de nuevo. No estaba segura de si eran alucinaciones mías porque me acababan de chutar. Entonces, él me dijo: «¿No estás contenta?». Y yo le dije que sí que estaba contenta, y le besé muchas veces la nariz como una esquimal. En ese instante supe definitivamente que él también había leído Momo y que ahora me diría: ÁMAME, POR FAVOR. Lo de ámame no lo decía Casiopea, pero él me lo dijo y me pidió que le quitara su frío, que él también quería mi ayuda.
Todo era blanco, la habitación parecía un iglú, las paredes, mi bata, su cuerpo… Él estaba delgado y era bellísimo, era el esquimal más bello del Polo Norte.
Nos desnudamos y empezamos a acariciarnos, pero cuando estaba a punto de vaciarse en mi interior se puso a temblar y a llorar muy fuerte. Me sobresalté porque sentí un frío de agujas colgadas de los pezones, brutal. Se sentó con las piernas encogidas y se acurrucó en su llanto. Me acerqué de rodillas y le besé la cabeza, después la nariz, que era diminuta y estaba helada. Le pregunté qué le ocurría y me contó lo que les pasa a los esquimales, y tenía miedo de helarme por dentro. Yo le dije que no temiera nada porque aquel lugar no era un verdadero iglú ni estábamos en el Polo Norte, pero él no acababa de creérselo, y para convencerlo decidí pintar la habitación de rojo. No tenía pinturas, así que me rasgué un poco las venas y al rato todo era ROJO PASIÓN. Él me lo agradeció tanto, que me abrazó fuerte, tan fuerte como saben abrazar los esquimales y se corrió suavemente, con la delicadeza que solo ellos tienen. Después nos besamos en la nariz largo rato.
Esa fue la última vez que lo vi. Luego solo recuerdo que llegaron los médicos corriendo, todo estaba lleno de sangre y yo deliraba y tenía la bata roja y los brazos me chorreaban. Vi a mi madre llorando, le pregunté por el esquimal y no me hacía caso, no paraba de repetir que había sido culpa suya encerrarme allí y que me llevaría a casa. Lo mejor de todo es que al desangrarme, la TIERRA DE MUERTO también salió. No la cagué, ni la meé, sino que me brotó por las muñecas.
Mi madre dejó de follarse al cardiólogo y me pidió perdón por llevarme a esa cárcel blanca. Yo sabía que fue gracias al esquimal que me curé, que nadie ama tan bien como aman los esquimales, y le dije que no llorara, que estaba bien y ya no tenía dolores en el corazón, ni en el alma, ni en los pulmones.
(Este relato nació para ser un monólogo teatral. Lo conté en el Ateneu de Nou Barris en el espectáculo El collar de perlas, hace ya algunos años. Hoy lo cedo a La Charca).