Las víctimas más sensibles y abundantes de la epidemia de gripe letal, mal llamada asiática, de 2022, fueron los ancianos de las residencias para personas mayores, en los que el virus se cebó con saña. Muchos enfermos no fueron trasladados a tiempo a los hospitales y murieron sin que se hiciera nada por ellos, ni pudieran despedirse de los suyos. La gestión de la crisis sanitaria fue en la mayoría de las residencias tan deplorable como lo había sido el trato a los ancianos, pese a las reclamaciones y quejas de familiares y cuidadores. Escaso personal, mala comida, poca higiene hasta el límite de la inmundicia, abuso de tranquilizantes, abandono.… Todo se juntaba para hacer de la vida menguante de aquellos seres un somnoliento infierno: “Quien entre aquí, pierda toda esperanza”.
Cuando el estado de alarma permitió que efectivos de la Unidad Militar de Emergencias del Ejército intervinieran para ayudar a los traslados de los enfermos a los hospitales y a la desinfección general, encontraron ancianos muertos en sus camas. La prensa dio un bocinazo, pero inmediatamente se retiró. Por algún regate político y una suerte de pacto de silencio, pasó de puntillas por este espinoso asunto. Lo único que se vio por televisión fue un masivo aparcamiento provisional de féretros en locales municipales como garajes o almacenes, a la espera de los correspondientes funerales.
Un día, estando yo en la cola de la panadería a la distancia normativa de la persona que me precedía, vi venir a un viejo sin mascarilla, ni perro ni siquiera un mal bastón en el que apoyarse. Caminaba tambaleándose como si fuera a caerse, y había en sus andares un leve resabio de trote caballar. Antes de llegar a mí estornudó ruidosamente. Exclamó un “disculpen, señoras” acompañado por gargajeos y sibilancias, y se fue para otro lado. Ya había tenido varios encuentros de este tipo, que me produjeron una profunda angustia, cuando los medios de comunicación comenzaron a hablar de algo parecido a lo que yo misma percibía. Eran ancianos y ancianas en todo semejantes a los demás de su edad, salvo en que parecían acatarrados y perdidos.
En una ocasión, al salir de mi casa hallé en la acera a una anciana que al parecer acababa de caerse y se estaba levantando. Algo en ella me aterró, pero me sobrepuse a mi primer impulso de volver a mi portal y me acerqué a auxiliarla. Cuando traté de tomarla por un brazo, la vieja se desprendió de un tirón.
—Deje, deje, puedo yo sola —y luego preguntó con la voz de trueno que a veces tienen las viejas—-: ¿Cuándo diantres vais a venir a verme?
—¿Se encuentra usted bien? —pregunté soltando su brazo, que estaba frío y rígido como un hueso, del que colgaba la piel fláccida.
—¿Cómo quieres que me encuentre? ¡Quiero mear, enfermera!
—Si se ha mareado, ahí enfrente tenemos una farmacia… La acompaño, a ver si pueden darle algo.
—Que no, que no, carajo, que me tenéis frita a pastillas y me matáis de hambre. ¡Vaya cenita la de anoche! Sopa de agua con algún fideo, fletán hervido y esos malditos flanes que saben a mierda…
Un coche de la policía se detuvo junto a nosotras y se llevó a la anciana sin mayores explicaciones.
Los noticiarios decían que se estaban encontrando personas mayores vagando por las ciudades, desconcertadas y con síntomas graves de la enfermedad. Mi amiga Alivio y yo lo comentábamos por videoconferencia.
—Yo he visto a varios, tía, y no he pasado más pánico en mi puta vida.
—Yo no he visto nada, pero lo están diciendo en todos los telediarios.
Al día siguiente, al salir de casa y desembocar en la plaza del Ángel, mi susto fue mayúsculo. Decenas de ellos deambulaban tambaleándose y emitiendo un sonido que me era familiar gracias al cine. Uno arrojó al suelo una paloma tras haberse comido su pechuga de un bocado. Algunos se echaron sobre los restos y se los disputaron. Un par de furgonetas de la policía nacional se colocó a ambos lados de la plaza y comenzó a subir a ellas a los enfermos. Muy pocos se resistían, más bien parecía que daban facilidades para el traslado.
—¡Se equivocan, yo estoy bien!
—Oiga, agente, perdone, ¿a donde los llevan? —pregunté— ¿Por qué no hay ambulancias?
—¡Quítese de en medio, señora que estamos trabajando —fue su cortante respuesta.
En el siguiente consejo de ministros se aprobó por decreto la incineración obligatoria e inmediata de todos los fallecidos por el virus y el cierre sine die de las residencias de ancianos. Bastante se tenía con bregar con el virus como para encargarse además de una plaga de zombis infectocontagiosos. Esto último no se dijo en ningún momento, salvo en un programa de Radio Sótano, emisora clandestina que solo podía captarse de madrugada. El Parlamento aprobó las cremaciones masivas.
Afortunadamente el gobierno socialdemócrata de la presidenta Rojas estaba en mayoría y aplicó el rodillo al amparo del último estado de alarma, y lo mismo hicieron los demás Estados Unidos de Europa salvo Polonia, Hungría y el Principado de Transilvania, donde se contó con la cooperación del Cuerpo Nacional de Nosferatus para retirar a los no muertos sin quemarlos.
En todas partes hubo incompetencia y falta de presupuesto. En los Estados Unidos se habían registrado millones de enfermos graves, pero un solo caso mortal, en la persona del presidente, lo que provocó un cataclismo electoral y el triunfo de la mujer de color Serena Williams. En Rusia el vodka se había revelado como una excelente medicina, aunque hubo miles de muertos. En México no sólo murió mucha gente pobre y rica, sino que hubo que lamentar la pérdida de la Llorona, que se jubiló ante el deceso de miles de hijos e hijas y se retiró, amargada, a las sombras del más allá definitivamente. La Santa Muerte murió bajo el aluvión de cadáveres convertidos en cenizas que la desalojó de sus altares, y el siniestro y sonriente personaje de Bergman ya no tuvo tiempo de jugar al ajedrez en sus visitas.