Dejamos a nuestro querido héroe —Paco Rodríguez— siendo escoltado en su utilitario de alquiler por tres Patrol de los G.A.R. (Grupos Antiterroristas Rurales de la Guardia Civil) camino del cuartel de Tudela. Conducía él mismo, pero a su lado iba el guardia que estuvo vigilándole durante el registro en el que encontraron los quinientos (o seiscientos) puros en el maletero, sin los sellos de aduanas, siendo denunciado por contrabando de tabaco. (Léase Los puros, primera y segunda parte aquí: https://lacharcaliteraria.com/los-puros-i/ https://lacharcaliteraria.com/puros-segunda-parte/)
El “picoleto”, como nos contó Paco, que le acompañaba en el asiento del copiloto, portaba el “chopo” cruzado sobre su pecho de gallo de corral, con el cañón mirando hacia abajo y el dedo sobre el gatillo. De hecho, casi no entraba en el coche —la empresa de Paco le alquiló la gama más barata… y diésel—, por lo que no pudo atarse el cinturón de seguridad. “Así que imaginad el panorama —nos describió nuestro amigo la imagen lo mejor que pudo—: un Seat Ibiza rojo escoltado en fila india por tres Nissan de la Guardia Civil, cruzando los páramos verdes de la Navarra interior.” Algunos lugareños, al ver el convoy, comentarían lo típico: “Ya han pillado a uno de la ETA” y seguramente lo apuntillarían con epítetos del tipo los txakurras, picolos o verdes, pero todos pensarían lo mismo al ver al patriota capturado: “Parece de Cuenca”, se rio Paco de manera estentórea, mientras le daba un trago a la birra.
Durante el trayecto hacia el cuartel de Tudela, Paco nos relató a mi amiga y a mí que no hubo apenas conversación con el guardia corpulento; causaba impresión verle con ese aspecto de Terminator, moviendo la cabeza de un lado a otro de la carretera, rastreando posibles amenazas, siempre con el arma dispuesta. Pero hubo un momento en que, ¡por fin!, se relajó.
—¿Y tú de dónde eres? —le preguntó a nuestro amigo.
—De Madrid.
Silencio de unos instantes.
—¡Anda, coño, como yo..! Soy de Coslada.
—Yo de Hortaleza —aclaró Paco geográficamente.
Silencio más largo.
—Oye, si un día nos cruzamos por allí, no dejes de saludarme.
Paco flipaba al tiempo que giraba la cabeza hacia su compañero de viaje, el cual seguía con el ojo avizor a cualquier movimiento por los flancos, como si fuera un guía apache.
—Claro, claro —dijo “convencido” mi amigo.
Por fin, la peculiar caravana llegó al cuartel de Tudela. Se bajaron los boinas verdes con cierta dificultad de los viejos todoterrenos, de hecho se apreciaba que eso de los traslados no lo llevaban bien. “O bajaban la media de altura para ingresar en los G.A.R. o hacían más grandes los vehículos”, bromeaba Paco, de nuevo con su peculiar carcajada. Luego nos contó que el cabo Juan le acompañó al interior del cuartel, una especie de Fort Apache en territorio comanche. Los guardias civiles aquí eran distintos, más de la vieja escuela, no tan atléticos, no tan simpáticos, con esas las gorras verdes con visera que siempre parecían de una talla inferior. El pequeño suboficial tramitó unos papeles en un despacho, salió por la puerta y se dirigió hacia nuestro amigo.
—Bueno, ahora los compañeros le van a tomar declaración. Usted no se preocupe, les cuenta lo sucedido y, a continuación, procederán a un reconocimiento de la mercancía —aclaró de manera muy profesional.
Paco nos dijo que le había cogido cariño al cabo Juan, quizás por solidaridad de tamaño, quizás por su profesional sentido del deber.
—Cualquier cosa, ya sabe dónde estamos —Y el suboficial de los G.A.R. le hizo el saludo militar, como mandan los cánones.
Paco, bebiendo otro trago de cerveza, nos confesó que casi le da un abrazo, pero no eran aquellos tiempos para expresar las emociones en público. A continuación, nuestro amigo pasó a otro despacho algo destartalado, con poca iluminación, como si saliera del Ministerio del Tiempo. Había una mesa con una máquina de escribir para tomar declaración, y en otra mesa estaban depositadas las cajas con los puros. Entró un guardia civil con barba, serio, gesto de hartazgo y colocó una hoja (con su calco correspondiente), dispuesto a iniciar la declaración. A continuación, empezó a sonar la vieja máquina de escribir. El funcionario solo se detenía para hacer las preguntas de rigor al denunciado, o para ajustar bien el papel. Paco respondió señalando de nuevo que la clave de todo era Martínez (de Logística), pero que se había ido de vacaciones a Playa del Carmen con la novia —este último dato no quiso darlo, no le parecía el contexto adecuado—. También declaró que había informado a su empresa en Madrid y dejado aviso para que su responsable (Higinio) le llamase.
Cuando terminó su declaración, el “simpático” guardia de la barba sacó dos copias, que le hizo firmar, para, a continuación, llamar a dos compañeros. Paco se echó a temblar. “A ver si me van a dar dos hostias por unos puros”, pensó para sus adentros, en un momento del relato en que a nuestra común amiga, y a mí, ya nos daba igual el frío de la terraza, pero hete aquí que le informaron que había que contar los puros.
Los dos guardias que habían entrado por la puerta, se pusieron a ello: “uno, dos, tres, cuatro…”, pasándolos de un montón a otro, abriendo las cajas de las distintas marcas, con alguna que otra interrupción.
—¡Coño, yo he fumado esta marca! —dijo uno de los contadores beneméritos, mirando hacia Paco, que ya se mostraba resignado, además de sudoroso y con ojeras.
—Son muy buenos, pero yo no los he probado —le respondió lacónicamente Paco.
—Pues debería… A ver, ¿por dónde íbamos? —Señalando al otro.
—Trescientos treinta y tres —le dijo su compañero de cuentas.
—No, no, yo creo que son trescientos treinta y cuatro.
—¿Pero qué dices..? ¡Si eres tú el que se ha puesto hablar de los puros!
El guardia sentado a la máquina, con cara de aburrimiento, cortó la discusión de raíz.
—¡Bueno, se acabó, empezad de nuevo!
Y volvieron a colocar los puros en un solo montón: “uno, dos, tres, cuatro…”
A eso de las once de la noche, terminó el recuento. El número total, tras tres reinicios por discrepancias en la cantidad final, y una cuenta de más por seguridad, era de quinientos ochenta y ocho puros, de diez marcas diferentes. Por fin, Paco pudo salir a tomar el aire, momento en que pudo hablar con Higinio por el móvil: “La empresa se pondrá a trabajar en ello”, tranquilizando a nuestro amigo, aunque nos explicó que el asunto incluso llegó al Ministerio de Interior, en lo que ya parecía el final de tan rocambolesca historia. En las semanas posteriores hubo trámites, gestiones, justificaciones, burocracia, pero con el tiempo quedó aclarado y el nombre de nuestro amigo fue retirado de la lista de sospechosos por contrabando.
Higinio, esa misma noche, le dijo que regresara a Pamplona y se fuera a un buen hotel para descansar. Así que, al menos, pudo dormir en un hotelazo, a costa de la compañía. Tras la cena, se tomó un par de cervezas, se fue dando tumbos a la habitación, con ganas de darse una ducha reparadora y caer sobre una cama tres veces más grande que la de su piso. Al meter la llave de la habitación, comprobó cómo se acercaba una pareja: él iba vestido con traje, pinta de ejecutivo y un pedo monumental; ella también iba fina, era voluptuosa y tenía acento brasileño. Paco intuyó enseguida el asunto, así que pensó cómo justificaría Higinio un gasto de ese tipo.
Por fin, entró en su habitación, se duchó y, con el albornoz puesto, se tumbó en la cama; encendió la tele, puso un canal deportivo y se quedó frito viendo un partido de la NBA. Hasta que, a una determinada hora de la madrugada, unos golpes provenientes de la habitación contigua, le despertaron. El ejecutivo lo estaba dando todo, al tiempo que la mujer brasileña soltaba expresiones del tipo “muito gostoso” o “sigue así, papito”. Paco, desvelado, cambió al canal Historia, donde ponían un documental de nazis; entonces sacó un cigarrillo, le quitó el filtro, y se disponía a encenderlo, cuando vio uno de los puros de las muestras sobre la mesilla de noche. Se lo pensó dos veces, lo cogió, mordió la boquilla, la escupió, lo encendió y, emulando a Tony Soprano, se fumó un puro con el fragor de la batalla de fondo.