En la terraza florida del Hombre de Palo, Angélica nos cuenta su última hazaña. Ha enviado a la luz al espectro perdido de una muchacha de trece años llamada Susana Lacasta, desaparecida un mes atrás. Su cuerpo sin vida fue encontrado en un basurero.
Componemos su público: su hermano —o hermana— mellizo Piti, enfermero de género ambiguo del Hospital Clínico Universitario, y una servidora. Angélica y su hermano son videntes y, si hace falta, médiums. Habrían jugado a las cartas con Lázaro antes de que Cristo hubiera hecho retirar la losa de su tumba. Y le hubieran ganado, porque los muertos siempre están un poco idos. Al parecer Piti no ha intervenido esta vez, pero en ocasiones echa una mano a su melliza.
En el Hombre de Palo te sirven unas copas de agua mineral natural fresca, que mana de una recóndita fuente del jardín interior, cuyo sabor embriaga. Dicen cosas muy raras sobre esta fuente, que ha hecho la fortuna de los dueños, unos sirios de suma cortesía y felicidad, como dijo Borges. No es nada barata y hay quien prefiere un gin-tonic. Entre copa y copa, Angélica repasa los hechos antes de pasar a los prodigios.
La historia negra de la niña muerta es en sí muy vulgar. No regresó a casa a la hora de siempre —temprana, dadas las costumbres de su familia— ni en toda la noche. Había sido vista por última vez en las proximidades de la discoteca Momo. No daban con ella ni la Guardia Civil ni la familia, aunque se puso en ello gran empeño, muchos cartelillos e incluso un helicóptero de la policía, que de todas formas había que sacar de vez en cuando para que se aireara. Todos los vecinos de la barriada de la Peineta la buscaron frenéticamente. Por fin la encontró la semana pasada una unidad canina —cuya perra se llama Madre Coraje y ha salido mucho por la tele—. La hallaron bastante lejos del Momo, en el basurero de El Espinar, cerca del supermercado Kia & Kia. Estaba aparentemente intacta, vestida, rebozada en basura como si se hubiera revolcado en ella, y más podrida que un besugo al sol. Madre Coraje saltaba por los aires de alegría en la tele por haber sido ella quien la encontrara. Es una gran profesional. Tiene el premio San Antonio Abad de la policía canina.
Los medios de comunicación obviaron decentemente la foto del cadáver, salvo un plano general del operativo, pero un reportero de temperamento poético, es decir, el cursi de la redacción, insistió en que en su rostro había una especie de amargura que no era pavor ni espanto, con lo cual marcó tendencia: la muerta estaba intacta aunque triste. Pero lo que le interesaba a la familia y a todos los demás no eran los matices del dolor, sino si había sido violada, si la mataron y quienes, si la atropellaron y se dieron a la fuga o qué. La Agencia Efe permaneció en silencio.
—Tendría ternura y lindeza en el rostro descompuesto —dijo Angélica—, pero, tras la autopsia, la portavoz de la Guardia Civil, esa de los pendientes de perlitas, informó con rotunda claridad sobre el deceso de Susana Lacasta: «Muerte natural e inexplicable». ¿Cómo es posible? ¿Inexplicable? A mí que me lo expliquen. Pero así fue, todos lo hemos oído estos días repetidamente de boca del forense y de la civila en los noticiarios.
Angélica toma un sorbo de agua misteriosa y se dispone a contarnos lo suyo, lo que no se puede contar a la prensa, a la policía; sólo a los amigos tan amigos como su hermana Piti y yo misma. Pasan los viejos del barrio, mirándonos a hurtadillas, con su perrito, rebeca marrón y pantalones de franela gris, o ellas recién salidas de la peluquería, con el cráneo ya casi calvo, sembrado trabajosamente de ricitos permanentados.
—Venga, tía, cuéntanos lo del espectro, que es para hoy —dice Piti—. Seguro que será un farol como de costumbre. Magia potagia.
—Pues bien…, —comienza Angélica.
En esto se nos acerca una anciana con el pelo cano matizado de azul, unas gafas de sol sin montura del tiempo de los Beatles, chaquetón de lana penosamente entallada y falda hasta los pies de viscosa, con estampado de leopardo. Es rara. No da risa, da un miedo que te mueres. Tiene el encanto de las locas que han sido algo en la vida. Se dirige a Angélica, que ha palidecido.
—No se preocupe, no la voy a dejar en evidencia delante de sus amigos —dice la estantigua—, pero ya que la veo, quiero que sepa que me ha hecho daño y que no es generoso tratar así a la gente.
—Cómprese una mascota, señora, o que se la regale alguien o busque en Internet, en las protectoras de animales —replica Angélica mirándola con esa media sonrisa furiosa que la caracteriza en los momentos difíciles.
—No se preocupe por mí, ya tengo edad para saber lo que debo y lo que me conviene hacer —repuso la vieja—, pero la soledad es muy mala. Ojalá que no se vea hundida en ella algún día, aunque le haga compañía un gato siamés, que son los más charlatanes y aficionados a los arrumacos.
Piti se remueve en su asiento, cambia de postura ostensiblemente, poniendo una pierna doblada sobre el asiento y el pie bajo las posaderas, y tose, tratando de deshacer la tensión. Luego dice:
—Angélica, ¿No nos presentas? Aquí nadie sabe quién es quién.
—No hace falta —dice la anciana—, jovencito o jovencita o lo que sea usted—. Ya me voy.
Y la anciana desaparece entre las celindas en flor meneando su culo gordo con estampados animales, apoyándose en su bastón de falsa caña silvana.
—Bueno, ¿qué? —pregunta Piti— Angélica, tienes cosas que contarnos y yo no tengo todo el día. He de ir al Hospital a orientar a un niño muerto que se ha perdido. ¿Quién era esa, la bruja que te odia?
—Sí me odia, sí, pero no tiene por qué. Su intrusión me ha reventado el relato, la verdad, y me da rabia porque es una historia muy bonita. Pero, bueno, vamos allá: la chica del basurero murió sana y sin mal alguno…
—¿Es el principio de la historia? —dijo Piti echándose detrás las orejas los bucles de su larga cabellera—. No es prometedor. Además, lo sabemos por la prensa. Yo mismo he tenido casos como ese. Dejan de vivir y se van. ¿Qué tiene de raro? Lo misterioso es ir a parar a un vertedero y no haber dejado siquiera una nota.
—Esta niña no dejó notas, pero fue dejando rastros de su delicuescencia por todas partes —explica Angélica—. Faltaba a las clases del instituto, desaparecía noches enteras de su casa para desesperación de su familia, se duchaba y nadie la veía salir del cuarto de baño, como si se hubiera licuado… La suya era una desaparición intermitente, según dijo su padre, maestro de primaria en un colegio público, a la policía. Este señor hablaba como los ángeles. Daba gusto oírle.
—«Desaparición intermitente»… A eso me apuntaría yo —Piti ríe con ganas las palabras de su hermana.
—Tú te apuntarías a ser de género intermitente, que no es lo mismo —dice Angélica—. Una semana hombre y otra mujer. No sería bueno para tu empleo. Ibas a marear a los pobres enfermos, y no digamos a los médicos…
—Y médicas. Ah, pero es que entonces no trabajaría. Me dedicaría a disfrutar de pleno de la vida con lo mejor de cada sexo, y atracaría bancos para mantenerme. Oye, esa vieja de antes que se ha metido contigo —y conmigo—, dice Piti—, ¿forma parte de tu aventura?
—Pues sí. Dices bien: sólo «parte», porque yo no tuve nada que ver en la desaparición de la niña Susana ni en lo de encontrarla en el basurero la unidad canina. La anciana vive en la casa de enfrente de la mía. Se llama Dolores Fuertes. Está sola y desde mis ventanas puedo seguir sus movimientos, y ella los míos, y anda que no me tiene espiada, la buena señora.
—Como en Ventana indiscreta, con los gemelos de combate que cambiaste a un chamarilero por aquellos preciosos de nácar de teatro que eran de la abuela —dice Piti imitando con las manos cerradas unos prismáticos—. Deberían de haber sido para mí, que sé apreciar las cosas buenas.
Tengo la sensación de que las monerías de Piti van encaminadas a hacer enfadar a su melliza y a que renuncie a contar lo que sea, quizá porque no quiere que yo lo oiga. Los videntes y nigromantes son muy tiquismiquis con sus cosas.
—Hace unos días doña Dolores dejó de estar sola. A través de todas sus ventanas yo veía pasar y repasar una sombra humosa que emitía energías muy negativas. Un día me pilló mirándola. Era, vista a través de las nieblas preternaturales que la envolvían, una figurita casi infantil. Su aura tenía mortecinos destellos malva, como muchos muertos jóvenes, cuya energía se niega a extinguirse. Abrí la ventana y la saludé con la mano inocentemente. Pero aquello tuvo consecuencias: hubo una especie de chasquido como el de un rayo en la sala donde estaba y los destellos del aura aumentaron. La señora acudió inmediatamente.
Pero la chica ya no estaba allí, sino a mi lado, pidiéndome que cerrara la ventana. La cerré y me volví para mirarla. Aparentemente no había nada, pero yo puedo ver ciertas cosas y vi la sombra de la pequeña. Tampoco otro oiría lo que yo puedo oír si me pongo a ello. Que lo diga mi hermana.
—Demasiado oímos tú y yo, querida. No deberíamos dejarnos arrastrar tan fácilmente —y volviéndose a mí, añadió—: Ya verás como al final el espectro la convence de algo poco claro, porque esta no sabe decir que no y se mete en unos líos de espanto.
—Pues no, señor o señorita Piti, el espectro no me convenció de nada. Pero yo oí su lamento, tan profundo como el cante de los suyos y tan amargo como el de los nuestros, y entendí que la señora Dolores se había apropiado de su fantasma y pretendía usarlo como ser, ente o dama de compañía, como a veces hacen esta clase de brujas urbanas. Las hay que tienen un regimiento, cosa que no debería estar permitida.
—¿De dónde la sacó? Porque no creo yo que del basurero… —dijo Piti echándose para atrás los rizos de la frente. No sé cuándo se hacía más patente su belleza, si cuando chica o cuando muchacho.
—No, Piti, tú bien sabes que a veces el cuerpo astral de un muerto, o por accidente, naufragio, batalla o por lo que sea, se encuentra perdido y no sabe volver con los suyos para despedirse de sus cosas y volar luego en paz hacia la luz a través del túnel que separa los mundos. Eso le ocurrió o debió de ocurrirle a la pobrecita niña Susana, que, saliendo de la discoteca Momo, que ya ves qué pintaría ella allí a su edad, se perdió en cuerpo y fue a parar a la carretera y de ahí al basurero, donde se dejó morir. Y entonces vino lo peor: las búsquedas, el helicóptero, las televisiones, los llantos de las mujeres, la perra de la Guardia Civil y sus medallas.
»Su alma salió de aquel caos y cuando quiso darse cuenta se halló perdida deambulando como una sombra por estos derroteros. Doña Dolores, que también puede ver visiones como nosotros, la cautivó, le llenó la mente de jeroglíficos y laberintos para que no encontrara ningún camino practicable, y la retuvo. Hasta que Susanita me vio por las ventanas y supo por el color de mis energías que yo podía ayudarla. Pidió socorro. La ayudé y ahí la tienes, en la luz, justamente el católico Día de los Difuntos. No fue fácil. Todavía me duele la cabeza y tengo agujeros en las mientes.
—¡Ahí va! —exclamó la linda Piti—, que no se me olvide que debo guiar a mi chavalillo del Hospital, que estará dando vueltas por los pasillos asustando a las enfermeras. He de mandarlo a su sitio antes de que llegue el turno de noche y sea yo quien se pierda.
Nos levantamos un poco mareados por el agua milagrosa del Hombre de Palo y por aquellos dimes y diretes, y nos despedimos deseándonos una buena Noche de Difuntos y Difuntas. Yo me limitaré, como hago siempre, a encender una mariposa de agua y aceite en memoria de mi difunta madre y a colocarla en la ventana, por si su espectro se asoma, aunque no lo creo porque nunca fue muy familiar.