En esta ocasión la flojera me ha venido a través de una película reciente, en principio poco proclive a la lágrima. Se trata de 50 años de rebeldía (The fifty-year argument; Martin Scorsesse y David Tedeschi, 2014), un documental sobre el The New York review of books y especialmente uno de sus fundadores, Robert B. Silvers.
He llegado a ver (exteriormente) algún ejemplar del NYRW que compraba y decía que leía un amigo al que consideraba un snob de la cosa americana, pues no encontraba qué interés podía tener en informarse de los libros que iban apareciendo en los Estados Unidos, si aquí apenas si llegaba alguno de ellos con mucho retraso, mientras veía que dejaba pasar todo lo que surgía por nuestros barrios. Reconozco que debía haberlo sabido con anterioridad, pero que ha sido viendo el documental cuando me he enterado de que es verdad, las críticas literarias forman la estructura de la revista, pero ésta ha destacado desde siempre por sus influyentes artículos, escritos por lo más granado de la progresía literaria y del pensamiento de cada época. Ignorancia que acumula uno.
Pues bien. Iba yo, bastante entretenido, viendo pasar gente notable hablando de notabilísimos escritores que colaboraban en la revista y de sus peculiaridades, de forma que se me ha hecho rápidamente la hora de su fin. Y por entonces ha aparecido nada menos que alguna de las escenas finales del Fahrenheit 451 que Truffaut realizó en 1966 adaptando la novela de Ray Bradbury, esas que explican la llegada del bombero Montag a ese territorio al final de las vías abandonadas, donde vive una colonia de refugiados, cada uno convertido en un libro, decidido a perpetuarlo:
– Ese tipo flaco es Alicia en el país de las maravillas. ¿Ves a esa chica rubia? Mira cómo se sonroja.
– Soy La cuestión judía, de Jean Paul Sartre…
Pueden resultar unas escenas hasta ridículas en la película de la que están sacadas, aunque las disculpo por el entusiasmo que aprecio en Truffaut, un autodidacta, sembrando y expandiendo la adoración por todo tipo de libros. Pero mira por dónde, después de ver toda esa gente del documental hablando de sus cosas, ese engarce con lo familiar me emocionó. Por ahí asomaba el recuerdo de mis noches de crío leyendo un ejemplar de lo más flexible de Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, u otro bien rígido del Robinson Crusoe de Daniel Defoe, o, ya pasados unos años, el de Madame Bovary de Gustave Flaubert, pero también el de las Cartas al padre de Franz Kafka, o uno clandestino de España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo. Y algo se removió por dentro.