Yo era un niño de ciudad que por circunstancias fue a parar a un pueblo de pocos habitantes y tosca moral, que así era la España rústica de los sesenta. No es que la vida de ciudad fuese menos amarga, pero en la ciudad, al cuidado de mi madre, mis tías y mi abuela, no tenía que enfrentarme a los comportamientos bárbaros que aprendí en el pueblecito en cuestión. Yo contaba entonces con pocos años, quizá siete u ocho, y estaba, por decirlo así, recién salido del cascarón. Los niños que conocí en el pueblo también eran de mi edad, pero estaban más curtidos. Mi padre era el maestro y trató de elegir para mí a sus alumnos menos rudos: el hijo del propietario de la sala de baile, bar y cine de verano que, al menos, tenía posibles; el hijo de un comerciante de ajos y patatas, propietario de un amplio almacén y un camión Leyland; el hijo del sargento de la Guardia Civil, del que se suponía que respetaría las leyes; y un tal Miguelito Ausente, cuyo padre era campesino y, además, el enterrador del pueblo. Enseguida me hice con ellos, o ellos conmigo, y aprendí a perseguir gatos, robar fruta de los árboles, encender hogueras y echar al suelo las paredes del cementerio viejo con la peregrina idea de construir un campo de fútbol. Apedrear gatos era lo de menos. Al fin y al cabo, salían corriendo y se escondían en cualquier agujero antes de que los alcanzáramos. Creo que de haber cazado alguno lo habríamos torturado y quemado vivo en nuestras fogatas.
—¿Y tú de quién eres? —me preguntó una vieja con la que tropecé al salir corriendo entre las matas de un campo de tabaco.
—¡De mi padre y de mi madre! —le grité zafándome de su abrazo, pues me había agarrado para darme un azote, es un suponer, por haber pisoteado su plantación.
También apedreábamos los albaricoqueros que crecían junto a la carretera sin hacer caso de las advertencias para que no entráramos en los trigales, donde iban a perderse los albaricoques. “Os cogerá el sebero”, amenazaban las madres y las abuelas de mis amigos, torciendo el gesto y levantando una mano amenazadora. El sebero era un supuesto sacamantecas que cogía a los niños díscolos y les abría la tripa con una navaja para sacarles los hígados y los ojos y vender su sangre a los médicos de la capital. “Eso es imposible”, opinábamos nosotros. ¿Alguien ha visto alguna vez al sebero? Y yo, que me las daba de listo, decía que en la ciudad no conocía a nadie que vendiera sangre de niño a los médicos. En cambio, sí que había lugares donde vendían helados de cucurucho, asunto que mis amigos escuchaban relamiéndose en la imaginación.
—¡Quiero ser uno de los vuestros! —les dije el primer día de colegio y a pies juntillas lo conseguí redoblando sus maldades a medida que pasaban los días.
Con el hijo del dueño del cine veíamos películas prohibidas o nos colábamos en la sala de baile para ver cómo se magreaban las parejas detrás de las cortinas del escenario. Con Serafín, que era el chaval del almacén y el camión Leyland, nos revolcábamos en las montañas de ajos y organizábamos guerras tirándonoslos a la cabeza. No creo que ni mis padres, ocupados con mi hermana recién nacida, supieran nada de lo que hacíamos. Y tampoco sé si el padre de Serafín o su madre, que tenía un ojo de cristal, se enteraran de nuestras actividades. ¡Menuda pandilla! Con el hijo del sargento de la Guardia Civil llenábamos botellas de vidrio con agua del río y las lanzábamos contra las paredes del cuartel para ver cómo explotaban. Con el hijo del enterrador echábamos al suelo los nichos del cementerio y nos deshacíamos de las tibias y las calaveras en un pozo que se abría al final del camposanto. Nuestros padres nos apuntaron para que aprendiéramos a tocar el clarinete y no hicimos otra cosa que tomarle el pelo al profesor de música, que dirigía la banda del pueblo. Ni siquiera aprendí a solfear.
Aquello duró poco tiempo. A los nueve años, mi padre pidió traslado a una población más grande para que yo pudiera estudiar bachillerato. En ese nuevo pueblo tuve que enfrentarme a nuevos retos. En el instituto yo no era de nadie y tampoco sabía cómo hacerme valer frente a mis compañeros. Un día salté por la ventana de la clase y me vieron. Tuve que presentarme en el despacho del director y recibí un par de hostias como castigo. Eso y pincharle las ruedas del coche a don Julio, el director, fue suficiente para ganarme el aprecio de la chiquillería. A partir de entonces, fui yo quien estableció el baremo de las actividades que definían nuestra idiosincrasia. Perseguir y torturar gatos estaba muy bien visto; enterrarlos vivos en cajas de zapatos, excelente; importunar a Juanito el relojero, que era, a todas luces, maricón, era la prueba de fuego que cualquiera debía superar si quería entrar a formar parte de los nuestros. Empujar por las escaleras del instituto a don Norberto Partagás fue lo que me valió la expulsión del centro. En esta ocasión mi padre decidió alejarme de la familia y me metió interno en los maristas de Valencia hasta que volviera enderezado.
Los maristas consiguieron hacer de mí un ciudadano normal. Tonteé con varios trabajos sin solvencia tras dejar a medias el bachillerato y un día decidí meterme en política. ¡Ya eres de los nuestros!, me dijo el comisario del partido en cuyas juventudes me enrolé porque era gratis y no tenía nada mejor que hacer. En el grupo hice valer mi falta de escrúpulos, regalé botellas de vino a mis jefes, oculté los devaneos de algunos presidenciables a los que prestaba el piso en donde yo vivía, y me gané cierto prestigio entre la clase dirigente gracias a mi incondicional fidelidad a la causa. ¿A qué causa? A la de los nuestros, claro. Fidelidad a su ideario y a su argumentario, que sabía recitar de memoria. Y también sabía cómo agitar la banderita del partido cuando tocaba y sonreír o fruncir el ceño cuando me lo indicaban.
Han pasado algunos años y en las próximas elecciones voy en las listas al Parlamento Europeo. No hablo idiomas, pero sé decir que sí con la cabeza.
No hace mucho mi padre decidió morirse antes de verme triunfar en política. De mi madre no sé nada. Cuando tuvo ocasión se largó con un veterinario cubano que la liberó de una vida familiar insatisfactoria. Mi hermana es del PC y nos llevamos a matar. Por suerte la veo poco. No es de los nuestros.