En cierta ocasión, siendo algo más joven, un periodista me abordó a la salida de un palacete a las afueras de Roma. Era una de esas extrañas noches frescas de julio y, aunque me pareció que esa persona salió de sopetón, lo que más me sorprendió fue que únicamente portara una libreta y un lapicero, que presto se había cogido de una oreja.
Ante aquel ímpetu, mi guardaespaldas por aquel entonces, Stefano, reaccionó tratando de interponerse entre el gacetillero y yo. Sin éxito. Por lo que no me quedó más remedio que contestar algunas preguntas.
Si alguna vez han participado en alguna gala benéfica, sabrán que es habitual coquetear con las bebidas espirituosas. Y así, ligeramente ebria, mi lengua se soltó y se soltó, hasta el punto de que invité al periodista a subir al coche, indiqué a mi chófer que prolongara el trayecto y, finalmente, cuando llegamos al hotel, el reportero y yo seguimos departiendo en el lounge, vodka va, vodka viene. Y todo, absolutamente todo, fue recogido por el periodista en su escueta libreta, y con su humilde lapicero.
Horas después desperté en la habitación como Dior me trajo al mundo y con la cabeza a punto de estallar. Me puse la bata, me tomé un analgésico y llamé a Stefano. Me recordó que sobre las cuatro de la madrugada le hice una señal para que nos dejara solos y fuera a descansar, y que el periodista y yo nos dirigíamos riéndonos hacia la habitación en ese momento. ¡Por supuesto que yo recordaba eso!, ¡y la lujuria de después! No necesitaba ese recordatorio; llamé a Stefano para preguntarle si tenía noticia del periodista, a lo que me respondió que no lo había visto esa mañana. Stefano salió de la habitación y, cuando me dirigía hacia el baño, reparé en un objeto que al momento reconocí: ¡la libreta! Estaba en el suelo, la recogí y, sin hojearla, apenas blandiéndola, traté de rememorar en qué momento cayó al suelo. Al no recordar nada, empecé a pasar las hojitas: la letra era diminuta, pero primorosa, con márgenes perfectos, con sangrías y saltos de párrafo, y ni un solo tachón. Llegué a la última página escrita. Acababa así (traducido del italiano):
«Ella duerme. Me voy y aquí queda testimonio». No hallé firma ni supe jamás el nombre del misterioso periodista. En suma, lo que quiero transmitirles esta vez es lo siguiente: no se alarmen al ser interpelados por un periodista, trátenlo con cariño y el reportaje será suyo para siempre. Y a otra cosa.