Me buscaron en la habitación del hotel. En el comedor, en el bar, en la piscina, en la terraza. Ya era la hora de irse si queríamos llegar a la ciudad antes de la noche y preparar la camisa y la corbata para el día siguiente. Al final mi hijo mayor se acordó de aquella cala escondida a la que fuimos un día a pescar. No pescamos nada, pero nos divertimos persiguiendo cangrejos que escapaban corriendo marcha atrás, sin perdernos de vista, mientras las cañas permanecían erguidas e inmóviles como vigías de peligros desconocidos. Me vieron desde las rocas de arriba, tumbado, desnudo, con los brazos en cruz, mirando al infinito azul. Cuando llegaron a mi lado se quedaron quietos, sin decir nada, mirándome como si no me conocieran. Me levanté y con la vista en el horizonte que se perdía en un mar acerado y tranquilo, les dije: «Yo no vuelvo».