No creo nada. No pienso nada. Mi vida está detrás de mí. No me importa demasiado lo que haya delante. Es toda una repetición de lo que ya he visto. Llega un momento en el que todo te satura y te supera. Mi futuro solo existe en mi hija. Vivo para estar con ella y ser alguien que la haga feliz. Ella soy yo. No quiero más amigos ni más amantes. No sé si dedicarme al ajedrez o intentar prolongar mi nombre en unos papeles escritos, en un libro como objeto perdurable. No sé escribir, no soy un escritor. Lo hago por permanencia, por orgullo, por supervivencia.
Sé que me quedan días agradables y muchos más que podría ahorrarme y tendré que pasarlos. Ropa vieja, canciones de juventud, el canto de los mirlos sobre árboles caducifolios que renacen, las nubes de primavera, la lluvia, el sonido del mar y el sol mediterráneo que quema mi piel ajada. Eso queda. Queratosis actínica en cara y antebrazos, inmunosupresión, manchas en la piel precancerosas, nada grave. Un hombre con sombrero de paja y crema factor cincuenta paseando por la playa del Saler.
La ilusión de un viaje al sur, poder editar mis textos, ir en bici por el cauce del río y acudir a exposiciones de arte que me recuerdan a otras, repetidas. Cuando encuentras todo repetido es que lo has visto todo. O todo lo que necesitas. Sé que probablemente me queden años. Si, por fin, me cuido y dejo químicas innecesarias y adictivas. Lo haré. Por recuperar algo de ilusión. Para que mi hija pueda hablarle bien de su abuelo a sus hijos. He vivido tantas vidas siendo el mismo que ya no me reconozco. Y a pesar de todo sigo creyendo en mí. Y en la estupidez humana que hace la vida tan difícil. Incluido yo, por supuesto. Hoy es uno de abril. He vivido veinticinco mil ciento cuarenta y ocho días. Es más que suficiente.