Un mundo de viejos

Las horribles historias de Sileno

El hombre más viejo del mundo se aproximó al banco del parque en el que yo estaba sentado. Le había visto llegar caminando lentamente entre los setos, apoyado en un grueso bastón de empuñadura metálica. Resoplando, tomó asiento a mi lado y me sonrió. El hombre más viejo del mundo era una masa informe de pellejo y pelo blanco embutida en un gabán gris, una bufanda anudada al cuello y una gorra de pana con orejeras donde se perdía su diminuta cabeza. Solamente la nariz, perfectamente afilada, y unos ojos encendidos que chispeaban tras la maraña de sus cejas, ponían algo vida en su rostro. Entonces, el hombre más viejo del mundo me habló con voz meliflua:

 —Si me permite, caballero, le haré una pregunta, y usted tratará de contestarla, si es que puede. ¿No se avergüenza de ser joven?

Le miré con perplejidad y le contesté que nadie puede avergonzarse de algo así. Uno es viejo por haber nacido antes y el hecho de ser más joven es algo circunstancial.

—Eso significa —prosiguió el hombre más viejo del mundo en tono desafiante— que tampoco se avergüenza de no usar bastón. Un bastón que le ayude a caminar y le proteja.

—¿Cómo? ¿Y por qué tendría que avergonzarme de no usarlo? —le respondí—. Todavía tengo unas piernas vigorosas que me llevan a cualquier parte.

El hombre más viejo del mundo me invitó a mirar a nuestro alrededor: en aquel parque no había sino gente de avanzada edad. En un banco próximo, tres ancianos mascullaban frases con gesto fatigado. A un lado, en una silla de ruedas, dormitaba un viejo con el cuello torcido, la cabeza vencida. Quizá estaba muerto.

—Usted debería sentir vergüenza, joven —sentenció con acritud el hombre más viejo del mundo—. Ya nadie lo es.

Sus palabras me encendieron el ánimo. No eran las palabras de un cualquiera, sino las del hombre más viejo del mundo. Escucharle era como oír la voz de un gran sabio o de un gran santo que nos advierte de alguna verdad incuestionable. Empecé a sentirme incómodo, sin saber qué hacer. Ciertamente la nuestra es una sociedad con poca vida, un mundo caduco que bordea el abismo, próximo a despeñarse.

De repente, apareció en el parque una niñera con un niño en brazos. Era una vieja que parecía salida de un grabado del XIX, con delantal blanco y cofia. Corrí hacia ella, le arrebaté el niño y lo llevé hasta el hombre más viejo del mundo.

—¿Y esto? —grité, mostrándole la criatura—. ¿Acaso no es una prueba de que no todo el mundo es viejo?

El hombre más viejo del mundo me miró con desprecio y sonrió.

—¿Esto? ¡Mire usted lo que hago yo con esto! —Alzó su bastón de empuñadura metálica y lo descargó con furia sobre la cabeza del pequeño—. ¿Lo ve? ¡Problema resuelto!

La sangre del niño me ensució las manos y la ropa. Deposité el cadáver sobre el banco y contemplé horrorizado cómo el hombre más viejo del mundo lo apartaba de un manotazo y volvía a sentarse. Comprendí que no tenía escapatoria. Intenté huir pero mis piernas no me respondieron.

—Aquí tiene —me ofreció su bastón ensangrentado—. ¡Límpielo y sírvase de él!

Sin otro recurso a mano, acepté el bastón y, con paso inseguro, me alejé del lugar.

Aquel día envejecí 150 años.