Estoy haciendo una colección de huecos. No es que tenga afán coleccionista, que habrá quien lo tenga. En mi caso es más reacción que vocación. Colecciono lo que más tengo. Y, de momento, lo que más tengo son huecos.
Me gusta porque no es un hobby solitario, todos los que importan me dejan siempre alguno. Yo solo los voy clasificando. Y los voy limpiando, claro, para que el tiempo no me los rellene de olvido polvoriento.
Ya tengo el último álbum casi lleno, así que estoy buscando algo más grande, donde me quepan los huecos que aún tienen que regalarme, que seguro que son muchos. Lo ideal sería uno de esos archivadores que hay en las bibliotecas, donde se guardaban las fichas de los libros antes de la digitalización de los catálogos. Decenas de cajoncitos estrechos, bajitos, muy hondos, de madera oscurecida, con tiradores de bronce amarillo y una etiqueta apergaminada con las iniciales de la clasificación. Y dentro de cada uno, las fichas blancas escritas a mano.
Ya lo sé. Los huecos no ocupan espacio. Pero los coleccionistas de huecos sabemos que cada uno lleva consigo una ficha descriptiva larguísima, con todos los recuerdos que hay pegados en los límites del hueco, y esos recuerdos ocupan muchas líneas escritas a lápiz en cartulinas blancas.
Es importante anotar todos los recuerdos-límite, o las definiciones del hueco: profundidad, diámetro, fecha y lugar de nacimiento, opacidad o transparencia, grado de humedad, temperatura, por no hablar de los datos del autor… De ahí que necesite más espacio para mantener la colección.
Así que, pasaré esta tarde a ver a algunos bibliotecarios. Cuando todo esté digitalizado y ya no les sirvan sus archivadores, iré a recogerlos. A cambio, pueden quedarse el hueco que deje cuando me los lleve.