—¡Vaya cara que tienes!
Así lo soltó, sin rodeos, sin tapujos. Mirándole fijamente, sin pestañear.
No era un reproche, tampoco un cumplido.
Tantos años hacía ya que se conocían. Tantos secretos compartidos…
Resultaba curioso, pero siempre que se encontraban frente a frente, se observaban unos instantes en silencio, como estudiándose, como indagando en las pupilas, buscando complicidades antiguas, tal vez una respuesta a una pregunta nunca dicha…
Había pasado el tiempo. Ahora tenían más canas, las facciones más marcadas, más arrugas… pero había algo en las expresiones, en las miradas, que seguía siendo la de siempre. Los jóvenes que siempre fueron, con ese aire ligeramente tristón y ausente.
Y luego estaba el tema de las aficiones, de los gustos musicales, literarios… Esa forma peculiar de entender el mundo…tan semejante.
Hasta el gusto para decorar la casa, la elección de los muebles, las paredes forradas con estanterías repletas de libros…
—¡Vaya cara que tienes! Hasta te han salido patas de gallo. Se ve que los años no pasan en balde.
Lo decía sin apartar los ojos de su mirada. De frente. Como debe ser.
Muchas veces no necesitaban ni hablar para saber qué pensaban el uno del otro.
Y ahora estaban ahí, frente a frente. Un rato largo contemplándose.
Luego, con un gesto simétrico y sincronizado, ladearon la cabeza y dejaron de mirarse; se pusieron al unísono el abrigo, idéntico en forma y color; cogieron de la mesita del recibidor sus respectivos manojos de llaves, también idénticos; abrieron a la vez la puerta que daba a la calle, la misma puerta y la misma calle, y salieron, dejando atrás el espejo de cuerpo entero de la entrada del apartamento donde Manuel se había entretenido mirándose un rato.