Detestaba lo convencional. Jugaba a ser políticamente incorrecto.
De las modas pasajeras solo tomaba aquello que pudiera sorprender o molestar… No le gustaba pasar por la vida siendo invisible para los demás. Le placía que hablaran de él, aunque fuera mal.
Llevar la contraria era su deporte favorito.
La palabra provocar podría servirnos perfectamente para expresar sus intenciones: en el hablar, en los gestos, también en el vestir.
No pasar desapercibido nunca. Ese era su objetivo en la vida.
Le gustaba ponerse una gorra de visera en plan macarra y no quitársela nunca. Otra afición era perforarse la nariz y las orejas con piercings, también la lengua y el pezón de la tetilla izquierda. Le fascinaba llevar tatuajes en brazos y piernas, en el cuello, bajo el ombligo y hasta en la rabadilla, y usar siempre pantalones holgados, de esos que te hacen desaparecer el culo y parece que se te van a caer.
Lo que más amaba de este mundo eran los tomates, pero no los de la huerta; sino esos que salen en los calcetines; algunos, diminutos; otros, generosos, de los que dejan escapar algún dedo de los pies.
Camiseta también con tomates. El caso es que Alfredo, que era como se llamaba, parecía un colador: todo lleno de agujeros.
Una vez fue al médico y este le dijo: desnúdese, déjese solo la ropa interior. Él obedeció. Al poco vio el galeno, asombrado, cómo una bola peluda asomaba, cual hurón curioso de la madriguera, a través de uno de los generosos agujeros de la prenda interior.
—Joven. Le he dicho que se deje el calzoncillo, no que me enseñe un huevo.
Cuando llegaba borracho a su casa, este experto en huecos no atinaba bien con el ojo de la cerradura. Un día perdió las llaves porque, con el rozamiento del metal en la tela, se le abrió un orificio en el bolsillo.
Comía y bebía cosas con agujeros: queso gruyere, suflé, agua con gas, cerveza, bebidas con burbujas, macarrones, canelones… Siempre andaba ventoseando por causa de los gases. Le salió una úlcera de estómago —otro agujero, porque se le perforó y hubo que ir a urgencias— por tomar tantas porquerías. Un día le dispararon cuando fue al banco a cobrar un talón. Un atracador se puso nervioso y pegó cuatro tiros. Uno de ellos le impactó en la pierna. Le abrió un boquete en el pantalón y en la carne. Y también en el talón bancario que guardaba en el bolsillo bueno, perforado por el disparo. La herida se le complicó. También el cobro del talón. Al final acabó con su cuerpo en el hoyo, otro agujero: el último.