Las jaulas, con sus fundas de tela perfectamente ajustadas, buscaban el sol del mediodía. La funda más popular era la verdiblanca con su escudo del Betis. Al mediodía decenas de jaulas se colgaban en una pared en la que se habían clavado unas puntas. Una vez descubiertos, los pinzones, verderones, pardillos y jilgueros se bañaban al sol preparándose para futuras batallas.
La mayoría de los dueños eran gitanos pero también había un buen puñado de payos en el circuito. Hombres de todas las edades y condiciones (condiciones pobres, claro) tomando el sol en la pared: parados, jóvenes, prejubilados y los de la paguita. La paguita era lo más deseado en mi barrio. Un subsidio por invalidez o enfermedad crónica, en realidad muy poco dinero, que se completaba a base de chapuzas. La paguita era El Dorado, el tesoro que buscaban una legión de gentes con dolores de espalda, lisiados y víctimas de la construcción que desfilaban por la seguridad social en busca del preciado subsidio. Pero no quiero desviarme del tema: las peleas de pájaros. Ese mundo hermético, viril y escamado que se disputaba en las calles del Besós, la Mina, Sant Roc y demás barrios trabajadores.
Los sábados, las jaulas se disponían en fila sobre una mesa. Cada jaula separada de la otra por un cartón forma lo que se llama la remesa. Los pájaros de los extremos son los cierres, no tienen más utilidad que cerrar la remesa, sin competir. Cuando todo está listo les llega el turno a los brilladores, los encargados de retirar los cartones al unísono y empieza la pelea. Se espera a que el primer pájaro pegue. La pega es el reclamo que hace el macho a la hembra. Cuando el pájaro pega, su organismo entra en tensión y culmina en un orgasmo. Se premia al primero que pegue y al que pegue más veces. El sistema de puntuación es distinto en cada barrio y llega a una complejidad superior a la de muchos eventos deportivos, con cruces, coronas y demás jerga que, además, varía para cada raza de pájaro. Un lío, vamos, en el que se manejaba con fluidez gente que apenas sabía leer.
Y con la pelea llegaban las apuestas. En la Mina, que es la plaza que conozco, podían ser altísimas. Se jugaba el dinero de la droga, el de la cartilla del paro o el destinado al alquiler. Como en cualquier competición, la pega tenía sus campeones, sus gregarios, etc. Por haber, había hasta dopaje. A los pájaros se les inyectaban estimulantes, bajo las alas, antes de la competición; algunos morían debido al esfuerzo, otros salían victoriosos una vez, debido al subidón, pero no repetían. Esto hacía que fuese difícil distinguir a un pájaro dopado de otro natural. Aquí entraba el prestigio de los cuidadores y entre los más respetados estaba mi vecino.
Mi asurcano tenía a Induráin, un jilguero, número uno en la pega. Capaz de pegar treinta veces seguidas, calculen: treinta orgasmos en pocos minutos. Decía que le habían ofrecido hasta medio millón de pesetas pero que no vendía. Lo cuidaba como a un hijo, ¡qué digo!, mejor que a sus hijos. El ejemplar disponía de habitación propia y el dueño se desvivía para que no se resfriase y comiese los mejores alpistes rodeado de decenas de copas. Jamás vendió al pájaro, se le murió entre sus manos y estuvo una temporada muy deprimido. Eso sí, con un Ford Sierra que apareció de la nada y que se decía que había ganado a base de pegas. El Ford Sierra de los diez mil orgasmos de jilguero.