El film Testament (2023) del director canadiense Denys Arcand puede considerarse como el epílogo de la trilogía de sátiras sociales, políticas y culturales iniciada en 1986 con El declive del Imperio americano, seguida después por Las invasiones bárbaras (2003) y cerrándose con La caída del imperio americano (2018).
Trata sobre Jean-Michel Bouchard, un archivero jubilado, solo, sin familia, que vive en una residencia de la tercera edad y que observa el mundo con resignación e ironía, sin importarle mucho, con desencanto y desinterés, sin futuro. Sus primeros pasos en la película son ir andando por un cementerio cercano donde descansan en paz los que le han precedido mientras su voz en off nos dice que le atrae ese escenario del reposo definitivo porque su cuerpo y su mente le avisan de que está cerca su final. En el crepúsculo de su vida constata una brecha generacional, ya no conecta con el mundo actual, se encuentra fuera de lugar, sus referentes culturales, sociales y políticos ya no existen. Parece que no tiene ya gran cosa que esperar de la vida.
El film arranca con una escena en el salón de la residencia de mayores, donde uno de los residentes interpreta al piano una bella pieza. Lo importante de esa estancia de recreo y uno de los elementos icónicos que tratará la película no es la actuación musical, sino el mural que preside el salón. La cámara se aproxima y se detiene en él, resaltando su importancia, como se verá más abajo. Estas primeras escenas expresan el poso del inevitable paso del tiempo. «Me aburro desde la mañana hasta la noche, y por la noche también”. Uno siempre es un poco infeliz, ¿No?”, ironiza nuestro protagonista. La película arranca con un tono decrépito y de despedida, y de ahí el título del film y la voz en off del protagonista, que ha llevado a algunos críticos a considerarlo como un alter ego del director. Pero Bouchard no es un doble, es solo un personaje un poco cínico, con mucho sentido del humor e ironía, que no se reconoce en la sociedad actual. Su soledad se muestra también en algunas escenas entre extrañas y cómicas que dan lugar a interpretaciones equívocas por parte de la directora del centro, cuando se hace acompañar una vez a la semana y pagando por una terapeuta psicológica muy atractiva que trata de proporcionarle algo de escucha y afecto. Él reposa boca arriba sobre las piernas de la chica a modo de sofá de psicoanalista para así hablar con alguien que colme su soledad.
En esta primera parte se muestra también una tremenda caricatura: la entrega de premios literarios woke. El archivero, pese a ser un escritor que hace años que no escribe, es uno de los galardonados, por error, al ser confundido con otro. Se sigue adelante con la entrega del premio, pero, al no estar ya en el candelero sino olvidado, no le dejan que tome la palabra.
En este sentido, tras una primera parte con tono de caricatura y de humor corrosivo, el film en la segunda parte va combinando seriedad y humor. Cuenta cómo la vida diaria en la residencia se ve alterada por la protesta de un grupo de jóvenes baby boomers acampados en el exterior de la residencia contra el fresco histórico del salón antes mencionado, que muestra desde una visión colonial a pueblos indígenas de la zona de Quebec dando la bienvenida a colonos europeos armados. El fresco se convierte en el centro de un debate sobre la representación histórica y la sensibilidad contemporánea, un conflicto entre la defensa del patrimonio histórico y las demandas de una sociedad cada vez más sensible y polarizada respecto a la dignidad de los indígenas. Los manifestantes, en su mayoría jóvenes anglófonos blancos, exigen la eliminación de la pintura, acusándolo de glorificar la colonización.
Esta parte es la que ha suscitado algunas críticas que la han considerado una burla de la cultura woke y de la cancelación. Javier Ocaña en El País la califica como “sátira reaccionaria contra lo woke. La gruesa diatriba de un diablo carca que “sabe más por viejo que por diablo” y que muestra la vejez del director y de sus planteamientos». Son críticas probablemente exageradas y algo miopes, estupideces a juicio de Fernando Merino en un artículo publicado en El cuaderno de Pedro Pan, al no tener en cuenta que se trata de una sátira contra determinados grupos, que no deja títere con cabeza. Denys Arcand parte de un hecho real y lo modifica con trazos caricaturescos y humorísticos. Se ha inspirado en un artículo del New York Times que contaba cómo descendientes de nativos americanos se presentaron en el Museo de Historia Natural de Nueva York para exigir a sus conservadores la destrucción de un cuadro que representaba la llegada de los primeros exploradores holandeses a la isla de Manhattan y su encuentro con los indios porque no lo consideraban históricamente exacto. Los comisarios optaron por tapar el cuadro con un enorme cristal, en el que colocaron pequeños textos especificando posibles imprecisiones. Esa cuestión se aborda en el film de Arcand de modo sainetesco.
En el film no son los descendientes de amerindios los que protestan contra el mural del salón de la residencia sino jóvenes “milennials” que no tienen nada que ver con ellos, pero que se movilizan para tener visibilidad con una causa de apropiación cultural. Arcand ridiculiza el activismo vacío, el de Instagram y las redes sociales, la superficialidad de la vida postmoderna. “Ataco las batallas que degeneran en lo grotesco”. La película muestra con dureza la manipulación periodística, una televisión que en lugar de información proporciona espectáculo, el mundo político, cuyos discursos son vacíos, plagado de incomprensibles acrónimos, en los que se escudan comisiones de investigación de humo para salvar las apariencias. Se indigna porque en el espacio de la residencia dedicado a la biblioteca los libros van a ser arrojados a un vertedero porque nadie los quiere y sustituidos por videojuegos; Bouchard se pregunta si la cultura popular de Canadá sólo se simboliza por el Cirque du Soleil y Céline Dion.
Denys Arcand alega en una entrevista que “la situación de las reservas indias en Canadá es trágica en cuestiones de agua potable, suministro eléctrico, drogas, abusos de todo tipo, aculturación, enfermedades mentales… Por lo tanto, necesariamente tienen graves problemas que afrontar y no cómo borrar una pintura (…). La comedia me permite llevar un poco más lejos lo absurdo de determinadas situaciones. Este es el juego, esto es lo que siempre me ha divertido: partir de la realidad y ampliar el trazo, exagerando la ridiculez de determinadas situaciones que he observado. Atribuyo a la lenta desintegración de nuestra civilización que, de hecho, percibo, que sea la primera vez que una de mis películas haya sido considerada perniciosa, tóxica o incluso peligrosa por algunos”.
Pero más allá de las batallas político-culturales, la posibilidad del amor permanece en el film. El amor compartido sobrevenido del personaje, vivir nuevas experiencias lo cambia todo, la perspectiva del tiempo y del futuro. De la irónica frase “la soledad es buena si se la puede contar a alguien” y de no creer en la humanidad, se pasa a la frase final del protagonista, cerrando el círculo con la escena inicial: «Hace unos meses estaba completamente listo para morir. Ahora he vuelto a querer vivir el mayor tiempo posible y debo preocuparme por el calentamiento global».