Reloj, detén tu camino

Los lunes, día del espectador

Fotograma de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952)


He vuelto al lugar de las fresas, he vuelto a ver las escenas iniciales de Fresas salvajes (1957) de Ingmar Bergman y me siguen pareciendo magistrales. Sólo por esas escenas ya es una obra maestra. Que además las interprete Victor Sjöström, que sus pesadillas remitan a sus propias películas —algo parecido a La carreta fantasma (1921)—, es genial. Son escenas más propias de este maestro que del propio Bergman, que no sigue la estela estética del surrealismo ni del psicoanálisis freudiano en esta clave. Es más bien un homenaje a un maestro del cine sueco y le hace interpretar el papel del profesor Isak Borg, que se jubila y va a recibir un homenaje por ese motivo en Lund.

En la primera escena prepara el discurso que va a pronunciar y esa noche sueña que durante su paseo matinal se pierde en un barrio de la ciudad totalmente desconocido para él y va errante por calles desiertas con casas en ruinas. Levanta la vista y le ciega una luz dura, como de mediodía. Busca la hora en varios relojes, en el de una fachada que tiene a la espalda, y en el de su muñeca, y también ellos parecen haber perdido la noción del tiempo: no tienen manecillas. Pasa un caballero y va tras él, pone la mano sobre su hombro, por la espalda, pero no le puede preguntar. Al volverse descubre un rostro sin ojos, completamente desfigurado, que se desintegra ante él sin abrir la boca. Observa atónito su rastro desplomado en una calle mal empedrada, cuando asoma por la esquina un coche fúnebre tambaleante, guiado por caballos desarraigados. Chocan contra una farola y el coche queda atrapado en ella, paralizado. El féretro que portan camino del averno cae ante sus pies. Sobresale de él una mano. El profesor se acerca, se asoma al ataúd y un brazo le agarra de repente. No había llegado su hora. Bergman, como ya se hace en casi todos los films actualmente, no avisa de que se trata de una pesadilla, lo sabemos solo cuando el profesor se despierta.

Pocas veces en el cine he visto la potencia artística de esos relojes de Bergman. Recuerdo el inicio de Tiempos Modernos (1936) de Charles Chaplin, en el que un reloj público rige en una sociedad de masas, dejando a un lado la metáfora del rebaño de borregos que literalmente aparece. El tiempo y su medición dominan y regulan toda la vida social, la jaula del tiempo, una disciplina en el sentido de Thompson y Foucault. Un tiempo cada vez más desconectado de la naturaleza. De ahí la difusión de los relojes, ya sea en campanarios, fachadas de edificios públicos y otros lugares públicos o relojes de bolsillo, cronómetros, que sustituyen a los relojes de sol. Harold Lloyd pasa del inmenso reloj público al que se agarra para no caer al vacío en El hombre mosca (1952) al reloj que le regalan al jubilarse —otro uso tópico de esta figura en el cine y en la vida— en El pecado de Harold Diddlebock (1947). Es el icono del siglo XIX y XX, una metáfora y un símbolo, que condensa en sí mismo ideas, experiencias y emociones, una figura del pensamiento, como las llamaba Walter Benjamin, que marca toda una época. Hoy la han sustituido los relojes digitales multiusos, los móviles y las tabletas.

En la pesadilla del film de Bergman al profesor no le regalan un reloj al jubilarse, sino que el reloj expresa la parálisis del tiempo, una metáfora del fin, de la muerte —de ahí también la presencia del ataúd—. Inmediatamente este reloj me ha llevado a relacionarlo —aunque no porque expresen la misma idea— con los relojes blandos o derretidos de los cuadros de Salvador Dalí (La persistencia de la memoria), que uno echa de menos en las escenas que diseñó para la pesadilla de Recuerda (1945) de Hitchcock. Y también a recordar y evocar algunas imágenes de relojes, estos sí con manecillas, que se utilizan con fines dramáticos en los relatos del cine. Nunca me han interesado los relojes de pulsera y sus modelos en los filmes, salvo que cumplan un papel dramático o humorístico. Así en El profesor chiflado (1963) de Jerry Lewis, cuando el profesor en una audiencia ante el rector abre un reloj de los que se colgaban en el bolsillo y se oye un himno, o la escena en El guateque (1968) cuando el personaje de Peter Sellers exhibe un reloj en la muñeca en un film de época en el que no existían y destroza el rodaje de la escena. También en Pulp fiction (1994) de Tarantino es inolvidable la escena en que se narra la historia de “no te olvides del reloj de mi padre”, no hace falta contar más. Solo me parecen importantes cuando expresan perfectamente un modo de vida como en los films de mafiosos o regalos de políticos corruptos, como en El reino (2018) de Rodrigo Sorogoyen, pero no sin más los relojes de agentes secretos o personajes de acción. También juegan un papel dramático cuando sirven como medio de comunicación, de conexión, decisivo en la historia entre padre e hija, para abordar las diversas unidades temporales en Interstelar (2014) de Christopher Nolan.

En mi memoria aparece el reloj de la estación, auténtico protagonista de Solo ante el peligro (1952) de Fred Zinemann, pues marca como en muchos films posteriores la lucha contra el tiempo ante la amenaza de la llegada en tren de los bandidos. El tiempo es clave en los films de este director y en El tren (1964) de Frankenheimer. También tiene fuerza dramática el reloj en los films bélicos, de acción, atracos, u otros operativos, como evadirse de la cárcel, para medir y controlar el tiempo, introducir una cierta idea de suspense ya sea en relojes de pulsera sincronizados, ya en relojes de arena. Otras veces son los sonidos del reloj de pared al dar las horas los que rescatan al personaje de la pesadilla que está viviendo, como en La mujer del cuadro (1944) de Fritz Lang, en que indica que ni siquiera ha pasado el tiempo, es la misma hora que antes por lo que todo lo que ha ocurrido no ha sido real, pues los tiempos del sueño y de la mente no suelen coincidir con los de la vigilia. No es una pirueta argumental, sino que a lo largo del film hemos ido viendo el tono onírico que impregna la mayoría de las imágenes. Un gran reloj de pared puede salvar la vida, al servir de escondite frente a la amenaza nazi en el film polaco Canción de paz (2022) de Olesya Morgunets. Aunque tengan mucha presencia visual los relojes de Noche en la tierra (1991) de Jim Jarmusch, no tienen importancia dramática, pues solo sirven para mostrar los horarios de Los Ángeles, Nueva York, París, Roma y Helsinki y enlazar así las cinco historias independientes desarrolladas simultáneamente durante una noche en estas ciudades.

El reloj como metáfora del tiempo histórico es también relevante. En El extraño (1946) de Orson Welles, el tiempo “acabado” del personaje del nazi que recala en la localidad donde transcurre el film se muestra a través de la torre del campanario donde una vez descubierto intenta escapar. Queda atrapado, por el tiempo, que acaba con él. Su tiempo ha acabado. Y también como metáfora del tiempo vital, personal: en los propios títulos de crédito de Solo el cielo lo sabe (1955) de Douglas Sirk, el tiempo de la vida, no de su final, como en el film de Bergman, sino el otoñal de una mujer viuda con hijos ya mayores, en los años cincuenta, se representa con el reloj del campanario de la ciudad, con el color de las hojas de los árboles y con la banda sonora. Otras veces son imágenes tópicas, como el Big Ben londinense que al verlo ya sabemos dónde nos encontramos, en films con niebla, porque se oyen las campanadas del reloj.

Dicho todo esto, no me parece que el cine deba perder el tiempo con montajes como el de The Clock, una película de Christian Barclay que recoge 24 horas en el cine, que recopila 10.000 fragmentos de películas en los que aparecen imágenes de relojes o alusiones al momento en el que ocurre la acción ordenados minuto a minuto hasta completar el día entero y que se ha exhibido en varios museos. No construye ninguna idea de tiempo pues todo es presente sea cual sea la hora del día en que nos encontremos.