Lo siguiente que recuerdo es un zumbido, suave pero insistente. Y luces. Borrosos destellos de colores. Creo que cálidos.
En lo que a mí me parecieron unos segundos, y según el protocolo de resurrección, fueron diez horas. Entonces comprendí la situación: HAL 9155, el cerebro de la misión, me había despertado, por algún tipo de emergencia.
Durante unos minutos, o meses, me informó de las razones, mientras el sistema recuperaba el movimiento de mis músculos, utilizando ese método nuevo, que parece magia. Consiste en convencer al cerebro de que ya funciona. Yo lo llamo rehabilitación. Soy un romántico. Me pregunto si usarán eso mismo para hacernos creer lo que les dé la gana y me recorre un escalofrío.
Cinco habíamos sido los despertados. Con dos o tres hubiese bastado, pero la seguridad, siempre la seguridad. Bueno, dos no, no pueden ser pares. Es por si la cosa se complica y fuese necesaria alguna decisión radical. Vamos, que no se pueda empatar. Pero tres sí, sobradamente. De todos modos, es buena idea. Alguien puede enfermar. Fallar algún equipo. Que el hiperfluctuador pierda el paso, por ejemplo, requeriría dobles parejas. Con cinco, las tienes. Y aún sobra el de repuesto. Por algo estará pensado así.
El problema era que pasábamos al lado de un planeta envuelto en ruido electromagnético. La máquina, en su búsqueda de la verdad, no podía dejar pasar ese indicio de civilización. Para nosotros era otra más, de las muchas que habíamos conocido e ignorado a lo largo de los milenios. Pero para HAL no existía la costumbre en su pensamiento incorruptible.
—¿Qué tiene de especial? —pregunté, ya completamente recuperadas mis facultades.
—Que se extingue —respondió H (me gusta llamarlo por su nombre de pila).
—¿Una civilización que se extingue antes de aprender a volar? Triste, pero nada nuevo en el Universo.
—Somos nosotros —afirmó tajante—. Hace millones de años. No sé por qué estamos aquí, pero parece una marca, un índice, un camino… una señal. Una invitación a la curiosidad espacio-temporal.
—Cosa que prohíbe la convención de Coñac.
—Cierto, pero la probabilidad de este suceso es, aproximadamente, de uno a cien gúgol-plex elevado al millardo. Y eso indica algún tipo de intervención, digamos, externa.
—¿Qué insinúas? ¿Dioses? ¿O algo peor?
—Sólo interpreto los datos irrefutables.
Entonces Hal se puso a organizarlo todo:
—Bien, Carlos, repasa las juntas por la cara de atrás. Pedro y María, controlad el peso. Y mirad si está el café. Laura y Pablo, cuidad las formas, pero no hagáis nada. Pablo, mantén la espera reubicada. Y pon las tazas. Francisco, Paco, Josefa, Pepa, comprobad las propiedades eco-correlacionales del entorno inmediato, y ya si eso, y es necesario, comed y callad. Es un decir. Popular. Eva y Judit, mirad a ver si podéis aplomar con la guindaleta. Jordi, por allí. Jordi, por allá.
—Pero, ¿no erais cinco?
—Es esta mierda de vibración gravitatoria. Se pone todo difuso…
Unas horas o siglos más tarde nos reunimos todos, de nuevo, en la sala de reuniones. Que para eso fue concebida.
—¿Qué tenemos? —espeté directamente, sin preámbulos. Y al levantar la mirada me encontré solo, flotando en el vacío interestelar, sumido en el más profundo de los silencios, ante el espectáculo del Cosmos.
—Vaya… —me dije.