Cuando era pequeña pasaba temporadas en un pueblo. En aquel lugar no ocurría como en la película de José Luis Cuerda Amanece que no es poco, donde cada año se elegían en asamblea a los distintos personajes de la localidad: el tonto, el loco, el borracho, la prostituta. En mi pueblo los personajes eran siempre los mismos año tras año. Y entre los asignados por la vecindad y la desgracia, había una mujer de pelo mal cortado, sucia y vestida con harapos, a quien los niños perseguían con una cantinela “Juana tres pesetas y a la cama”.
La acosada vivía en una casucha aislada, con un marido, catalogado de borracho y vago, y un montón de criaturas, sucias como ella, que deambulaban por la calle pidiendo comida. A nadie le importaba que estuviesen mal alimentadas, enfermas o no fueran a la escuela. Formaban parte del paisaje, como la fuente o el empedrado de las calles, el autobús de las siete o el vendedor ambulante de telas. Sin embargo, cuando alguna de aquellas personitas llegaba a la edad de hacer la Primera Comunión, su suerte cambiaba. Las buenas personas del pueblo la bañaban, le sacaban brillo, le compraban material escolar y la transformaban en niño o una niña como las demás, con su cartera, sus lápices, sus libros y sus cuadernos. Pero al cabo de tres días, ese ser que había sido objeto de tantos cuidados para recibir al Niño Jesús en su corazón, volvía a estar sucio y con los mocos colgándole de la nariz en dos enormes velas verdes. Ya no tenía lápices, y el libro y los cuadernos, si existían, estaban manchados y con garabatos. Entonces la maestra lo expulsaba de la escuela hasta que estuviese repeinado y pulido como el día de su Primera Comunión.
“Es imposible, convertir esta familia en personas normales ” decían mujeres y hombres indignados.
Era imposible mantener impolutas a unas criaturas en un entorno de mugre, sin lugar donde lavarse, sin comida, sin dignidad. Pero a nadie le preocupaba aquella especie de choza en la que la familia vivía hacinada ni daba trabajo al padre ni cambiaba a la madre el papel del personaje que la vecindad le había asignado por otro más digno. En su lugar, todo eran gritos de ira contra Juana por su incapacidad para ejercer de madre normal.
La misma rabia continúa hoy en la gente de bien contra quienes viven en las cabañas del extremo de la civilización y no cumplen las reglas, los cánones y los rituales que consideramos apropiados en nuestro armonioso progreso. Pero qué les ofrecemos a quienes pueblan el paisaje de la ciudad con sus cartones en escaparates y cajeros; a quienes ya no reciben ninguna prestación social; a quienes cobran salarios de pobreza si tuvieron la suerte alguna vez de encontrar trabajo. ¿Adónde mira Europa mientras el Mediterráneo se embute de cadáveres?
Con los comedores sociales y la recogida de alimentos la sociedad proclama y se siente orgullosa de su solidaridad. Pero como no les proporcionamos nada más, a los tres días, igual que las criaturas de Juana después de hacer la Primera Comunión, tienen la cara llena de churretes y los mocos les cuelgan, verdes e implacables, de la nariz.