Una mujer de mediana edad corre deslavazada hacia el autobús. Ha llegado por los pelos. Jadeando por la carrera, se deja caer en uno de los muchos asientos vacíos. El resto de los viajeros la contemplan de reojo y siguen a lo suyo, la pantalla del teléfono. Recuperándose, apoya la nariz en la inmensa luna y con ella va trazando una estela de tranquilidad en el vaho con que riega el vidrio: el perseguidor ha quedado atrás, aunque aún permanece el miedo en los latidos. La sigilosa tecnología del autobús eléctrico y de las pantallas táctiles de los móviles dejan oír el bum bum del corazón. Hasta que el vehículo se detiene en la siguiente parada y recoge a un individuo: un tipo gris, sin gesto, sin mirada… Transita por el pasillo hasta el fondo; la mujer le vigila por el rabillo del ojo. Unas cuantas paradas más y habrá llegado a casa.
Baja sola en la ansiada parada. Cuatro sombras móviles salen de los pies, cuatro sombras que la acompañan fluctuando hasta el portal, de farola en farola. Un timbrazo en el telefonillo, una pregunta, un «yo» sonoro, y un ruido de chicharra anuncia que la puerta puede abrirse, al que le sigue un «ya». En casa:
―La niña duerme.
―Gracias, mamá.
―Tienes algo de sopa y un filete de pollo.
―No tengo hambre.
―Como quieras.
En el silencio del apartamento ya no se oyen los latidos. Pero, mientras cena, su madre vuelve a desatarlos:
―Llamó tu marido: que venía de camino.