Segismundo… agricultor, campesino, cabrero, padre de familia, estricto, algo bestia, conocedor de las dotes que tiene, aplicador de castigos ejemplares, hábil en autoridad, temido, trabajador. ¿Qué más se puede decir?
Vive en una alquería no muy aislada con su mujer y sus tres criaturas.
Por supuesto tiene algunos animales para la labranza y un par de burros para acarrear y trasladar lo que convenga, además de unas cuantas vacas.
En su casa cada uno recibe lo que le corresponde y necesita, ni más ni menos. Ahora bien, debe cumplir con su cometido y aceptar las normas que rigen la casa y la familia.
Él se ocupa de la labranza y de las vacas, incluido el ordeño, la limpieza del establo y llevarlas a pastar cuando conviene.
Su mujer se encarga de la casa, de que no falte comida en la mesa a su hora, de las ropas que usan todos, de tener el gallinero en orden y de dar de comer a los conejos y adecentarles las jaulas.
La niña recoge a diario los huevos de las gallinas y se encarga de venderlos en la plaza del pueblo cercano, así como de entregar los encargos en las casas de las señoras.
Los varones, que son gemelos, están al cargo de mantener la huerta limpia de hierbajos y, por supuesto, limpiar la acequia y subir y bajar las trampillas para el riego cuando conviene. A veces, el padre se los lleva al campo y les va enseñando a manejar los aperos de labranza.
Una vez en semana, el día de mercado, madre e hijos acuden al pueblo con su carga de hortalizas, verduras, conejos y algún pollo, si los hay, para la venta. Los animales van vivos y si alguien se interesa la mujer los mata, despelleja y eviscera allí mismo. Tiene mucho arte, ni ensucia ni se ensucia ella. Luego, en un barreño con agua de la fuente se aclara un poco las manos, y listo.
Claro que las criaturas van a la escuela y deben combinar sus obligaciones y atender en el colegio.
El padre es inflexible. Exige que todo esté bien hecho y a punto, y buenos resultados en el colegio.
Segismundo no se arredra. Un día que uno de los gemelos se atiborró de chocolate y tuvo indigestión, ni corto ni perezoso, a la mañana siguiente le hizo mostrar la lengua a la criatura. Saca la lengua —le dijo. El crío tenía la lengua blanca. Segis, que así le llaman sus contertulios, inquirió: «¿Qué comiste? Piensas que no lo sé. Te atiborraste de chocolate. ¿Qué pasa cuando uno come más de la cuenta? Ya sabes que te lo tengo dicho. Vamos a tener que purgarte».
Y a la pobre criatura se le administraron durante el día cuatro cucharadas de aceite de ricino. No se le dio otra cosa que agua y azúcar y, por supuesto, se le recluyó en su cuarto. Cada vez que aparecía su padre por la puerta con el ricino y la cuchara, la criatura lloraba pero abría la boca. Sabía que si protestaba sería peor.
Por supuesto que nunca más lo volvió a hacer; tenía muy claro que su padre volvería a administrarle ricino. Y no una, sino varias cucharadas.
Segismundo es así con todo, de una rigidez extrema. Y si alguien repite la fechoría, repite el castigo sin piedad.
Está convencido de que una torta no sirve de nada. Que la acción es lo más conveniente. Nadie en la casa le discute su hacer. En realidad lo temen.
Uno de los burros que tiene es desobediente y con el animal ha aplicado la misma técnica.
Harto de rebuznos, coces, traperías con la carga y un sinfín de desmanes lo ha llevado a tomar la decisión de escarmentar al burro. De buena mañana, antes de que el sol se alce, ha cogido al burro sin carga, sin nada, sólo con una cuerda que le ha atado a modo de ronzal para que el animal se sienta libre.
Se han ido alejando de la casa y al cabo de un rato se han desviado a la izquierda. Allí, no lejos de la alquería, el sendero que lleva a las dunas está flanqueado a ambos lados por adelfas muy ufanas. Ha atado al burro a una de ellas, muy hermosa, plagada de flores, y allí lo ha dejado.
El burro ha sentido hambre. La noche anterior Segismundo no le llenó el comedero. Cerca las hojas y las flores de la adelfa. Y ni corto ni perezoso se ha puesto a comer. Como el amo no volvía se ha hinchado a flores y hojas de adelfa. Por la noche la bestia ha empezado a ver y oír cosas que le aterraban. No quieras saber la de rebuznos, coces y tirones para huir de allí. Pero estaba bien atado.
Ya se sabe, las adelfas son alucinógenas si se ingieren, además producen vértigo y náuseas como mínimo. Así el pobre burro.
En la madrugada del segundo día Segismundo ha ido a buscar al burro que, agradecido, se ha mostrado dócil cuando lo ha desatado.
No hay que decir que con el burro ha tenido que repetir la operación varias veces, pero ahora, cuando el burro hace de las suyas, Segismundo le dice: «Mira que te llevo al camino de las adelfas…» El animal, como si lo entendiera, se muestra sumiso.
Segismundo alardea de su técnica y su autoridad con los contertulianos con los que de vez en cuando toma una copita en la taberna del pueblo. No deja de aconsejarles que cuando tengan un problema acudan a él, que les proporcionará una buena solución y además, definitiva.
Su lema es: A él no hay quien le ladre. O se cumple o… a aprender obediencia sin violencia ni rabia, pero de manera definitiva y ejemplar.