¿Qué es la realidad sino una reconstrucción continua e infinita?
Paravadin Kanvar Kharjappali
Mi padre siempre tuvo aspecto de turco: moreno, labios gruesos, cejas pobladas, el pelo rizado y unos ojos negros y penetrantes. De pequeño le llamaban «el feíto», aunque no tenía nada de feo; quizá su aspecto rozaba lo exótico, lo inusual, en aquel pueblo de Alicante del que, según mi abuela, era oriundo. Si le hubieran puesto un tarbush en la cabeza —el tarbush o fez es ese sombrerito en forma de cubilete que llevan los musulmanes de Turquía y el norte de África—, mi padre hubiera dado el pego. Pero no era turco, sino maestro de primaria (lo cual no significa que entre los turcos no haya maestros). Como tal, vestía el traje y corbata preceptivos de su profesión, y usaba gafas negras, sempiternas, para ocultar reincidentes infecciones oculares. Su aspecto, disfrazado de adusto profesor, lo alejaba de interpretaciones equívocas. Pero en verano, cuando se quitaba la chaqueta y embutía su cuerpo bronceado en una impoluta camiseta imperio, mi padre parecía un mulato de La Habana. Y tal vez lo fuera.
A él le gustaba explotar esa ambigüedad racial ante sus alumnos y compañeros de trabajo, y, como se apellidaba Montaner, le gustaba atribuirse cierto parentesco con Domingo Montaner —el padre de la cantante Rita Montaner— del que pretendía que fuera hermano mayor de mi abuelo paterno, José Montaner, que en la primavera de 1912 emigró a Cuba. Según esa historia, mi padre resultaba ser primo de la más famosa cantante y actriz cubana de los años cuarenta. «La Única», la llamaron, tras hacer fortuna con El manisero, El cafetal y ¡Ay mamá Inés!, piezas que mi padre canturreaba para los amigos, acompañándose de un viejo piano de pared que compró en una subasta. Rita Montaner murió en 1958 y yo entonces era un infante sin conciencia ni alfabeto. Con el tiempo escuché a menudo la historia en boca de mi padre y la hice mía. Durante mi adolescencia hablaba con desparpajo de mi tía-abuela Rita, de la que no habíamos alcanzado a heredar nada por culpa de la Revolución Cubana. La trayectoria y el éxito de Rita Montaner en el mundo del espectáculo sirvió para singularizar y dignificar, al menos verbalmente, a mi familia.
Lo cierto es que mi abuelo paterno sí estuvo en Cuba, trabajando como chico de los recados en la farmacia de Domingo Montaner, el que fuera médico-farmacéutico de Guanabacoa, cerca de La Habana, y, después, capitán del ejército mambí. Domingo Montaner había engendrado a Rita Montaner en el vientre de una mulata llamada Mercedes Facenda, que era pianista clásica. Y quizá mi abuelo aprendió a tocar el piano y a cantar a su lado, así como a engendrar hijos en vientres de mujeres de color, que luego abandonaba antes de buscar fortuna en otra parte. Espontaneidad y aventura se puede llamar a eso. «Yo —me decía mi padre—, no puedo responsabilizarme de los desmanes de tu abuelo. Lo que sí sé —añadía—, es que, llegado el momento, me rescató de Cuba y me trajo a España, donde pude estudiar bachillerato y, después, magisterio.»
Sé que hacia 1920 mi abuelo regresó a España, se casó, tuvo un par de hijas más y se volvió a Cuba. Allí montó un hotel para emigrantes, en el que vivió con mi abuela, sus hijas, mi padre y la mulata en cuestión. Pero esa gran familia se truncó cuando, a mitad de la década, tuvo que regresar apresuradamente a Valencia porque un maldito cáncer de garganta lo amenazó de muerte. En Valencia debía operarle, y le operó sin éxito, el famoso otorrino Antolí Candela. Sin embargo, para ese viaje no le faltaron alforjas: mi abuelo malvendió el hotel, cargó con toda su familia —incluidos mi padre y alguna otra hija de la mulata que andaba por allí— y se gastó sus ahorros en operaciones y tratamientos que no tuvieron un final feliz. Eso sí: todos los hijos e hijas de mi abuelo recibieron el apellido Montaner, que era el suyo, el de Domingo Montaner y el de Rita Montaner. Años después, una de mis tías volvió a Cuba y de allí fue a parar a New Jersey, de la mano de otro mulato. De manera que puedo afirmar sin mentir que tengo un primo en Nueva York del color del chocolate y que también se apellida Montaner.
Mi padre se quedó huérfano con pocos años y participó en la Guerra Civil con solo diecisiete. A la vuelta de la contienda aprovechó su apellido y su aire exótico para cantar el repertorio de Rita Montaner en una sala de baile que hubo en la Valencia de postguerra. Su deje cubano, su picardía, pero también su cuerpo atlético y un buen humor incorruptible, le granjearon el éxito entre algunas señoras adineradas de la ciudad, a las que encandilaba cantándoles al oído las piezas de su prima: Siboney, Ay, qué sospechas tengo o Alí Babá. Desde luego, la voz de mi padre se alejaba del agudísimo pito de Rita Montaner, pero lo hacía con la gracia maliciosa que hizo triunfar a la artista cubana en los cabarés de medio mundo. Por casa se conservan algunos de sus discos —en formato baquelita—, así como de Ignacio Villa, el pianista que la acompañaba y al que Rita bautizó como «Bola de Nieve».
Ciertamente, cuando salía el tema, mi padre confesaba sin acritud: «Me trataron bien en el Salón Olimpia —que así se llamaba el tugurio de la calle Guillem de Castro donde actuaba. El Olimpia ofrecía actuaciones musicales y bailes de tarde con una orquestina de tres al cuarto—. Tuve suerte de que no me tiraran pieles de naranja, ni piedras, ni nada. Me aguantaron y yo seguí abusando de la buena voluntad de la gente, hasta que me casé y tuve que empezar a tomarme la vida en serio. Estudié magisterio, hice oposiciones y aquí me veis, disfrazado de profesor, con traje y corbata, y pasando más hambre que un maestro de escuela.» Aún así, mi padre no abandonó nunca su propensión a interpretar los éxitos de su prima y los boleros de Bola de Nieve. Estos últimos, en sus últimos años de vida, conseguían humedecerle los ojos.
Concluiré con una especie de justificación: Nuria Giménez Lorang, al inicio de su película My Mexical Bretzel (2020), reproduce una frase del filósofo hindú Paravadin Kanvar Kharjappali: “La mentira es otra forma de decir la verdad”. En ese sentido, los que nunca hemos tenido nada y siempre hemos sido pobres, cultural y económicamente, hemos creado nuestras verdades a partir de los triunfos ajenos. No son mentiras, sino otra forma de contar la realidad. Recuerdo que en los setenta, un tipo llamado José Feliciano, natural de Puerto Rico, se aupaba en las listas de éxitos norteamericanas y nosotros —los chavales del instituto— lo vivíamos como algo propio, en una España incapaz de destacar en nada, porque necesitábamos afirmarnos frente a la cultura exterior. De repente, alguien que se llamaba José Feliciano, que cantaba en inglés y era bastante feo, hacía la competencia a los Beatles y triunfaba con un Light my fire más tórrido y sabrosón que el de sus creadores, los Doors. Y aunque solo fuera porque se llamaba Feliciano —como el relojero de mi pueblo— nos apropiamos de su fama, como hizo mi padre con su apellido, que era el mismo que el de Rita Montaner.