Las estaciones de trenes son lugares especiales, como una puerta a otra dimensión. Llegas y ves la palabra mágica: destino. Y te da igual el sitio a donde vayas, por un momento piensas que allí, en ese lugar que ni conoces, es donde vas a encontrarte a ti mismo, donde va a cambiar tu vida. Y cuando tienes quince años es un lugar que te ofrece una salida.
Cuando iba al instituto Luis Vives, en mi ciudad, la estación del Norte estaba al otro lado de la calle. Desde la ventana del aula veías un desfile continuo de personas con maletas, mochilas y bultos que salían y entraban por las bocas de la preciosa estación modernista, que parecía estar siempre devorando y vomitando a la gente. Los que entraban lo hacían decididos, buscando su destino, los que salían, despistados, mirando hacia arriba, y lo primero que veían era el edificio de la Unión y el Fénix, rematado por la enorme águila que devoraba las entrañas de Prometeo por haber robado el fuego de los dioses. Un aviso para navegantes.
A los quince años iba a sexto de bachiller, aquel bachiller de los 60 que tenía dos reválidas y un curso llamado Preuniversitario. Edad suficiente para saltarme la primera clase de la mañana, Latín, De Bellum Galici y el sencillo estilo de soldado romano de Julio César. La alternativa eran los recreativos, máquinas de Petaco, futbolines y ping-pong, donde el jefe, el encargado, – Jefe, ¡esto no va!- por un duro que se metía en el bolsillo te ponía diez partidas en la máquina en vez de las tres reglamentarias.
La estación del Norte estaba a una manzana. Allí solo íbamos los raritos, los que nos veíamos diferentes, con ideas en la cabeza que se estaban gestando, que no acababan de salir en forma de pensamiento o de pregunta. Nos sentábamos un compañero y yo, Guillermo, miope y peludo, con un padre artista que pintaba cuadros imitando la época negra de Goya. Quizás sentíamos que lo nuestro era ser artistas, y para eso no hacía falta estudiar. Sentados en un banco bajo la luz tamizada por el enorme volumen de aquella obra curiosamente flanqueada por dos estrellas rojas de cinco puntas, en aquellos tiempos de los 25 años de paz franquista, hombro con hombro, sin decir nada y oyendo los ruidos de los trenes y la megafonía cantando los diferentes puntos cardinales en forma de pueblos o ciudades. El caso es que todo aquello nos tranquilizaba la mente y nos elevaba el espíritu por encima de la inmensa claraboya de la estación.
La estación del Norte era una catedral que no te prometía el cielo, sólo te susurraba que estabas vivo y que podías hacer lo que quisieras, que no era verdad lo que decía tu familia, que ni siquiera la familia era algo verdadero y natural y que no les debías nada. Claro que lo decía en un zumbido inaudible pero que te entraba por los poros y te iba calando poco a poco. Al rato, un tiempo indefinido, nos despertábamos de aquel ensueño y nos íbamos a comprar un paquete de Celtas cortos a medias. Y luego ya pasábamos la mañana en los recreativos sin ningún remordimiento de conciencia.
Fotografía de Lukas Reig