En mi casa siempre gustaron los tangos, «esa tristeza que se baila», según Santos Discépolo. Mis padres sufrieron en carne propia la quemazón de sus letras; no los supieron bailar, pero los cantaron con la tristeza debida. Recuerdo a mi padre, en los sesenta, afeitándose con brocha en la semioscuridad de la planta baja, canturrear que la suerte —que es grela— te falla y te falla y te deja tirao; y a mi madre, cosiendo hasta las tantas para ganarse algún dinero, que el mundo fue y será una porquería —ya lo sé— en el quinientos diez y en el dos mil también. Y luego, a coro, elevando la voz y mirándose con arrobo, como solo saben hacerlo los amantes pobres, salmodiar que «es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra…».
A mí esos tangos me revolvían las tripas. Solo hablaban de traiciones y desesperanzas, y yo, de joven, era leal y esperanzado. Y lo era, sencillamente, porque no había vivido demasiado y todavía no aceptaba la idea de que los humanos somos como fieras. «No esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor». Sin embargo, pronto alcancé esa convicción cuando me puse a trabajar en una academia de barrio, sojuzgado por un director incompetente, en las afueras de Barcelona. Allí, un compañero me prestó un disco del Cuarteto Cedrón, editado en Francia, con poemas de Raúl González Tuñón y Juan Gelman, musicados a ritmo de tango1. Aquello era otra cosa: un tango nuevo, sombrío y trágico, habitado por ladrones, suicidas, traficantes de joyas y amantes despechados. En él se confirmaba que «el dolor mata, amigo, la vida es dura. Con la filosofía poco se goza. Eche veinte centavos en la ranura, si quiere ver la vida color de rosa». Tangos broncos, cargados de verdad. Una virtud, la de esos tangos, que permanece intacta hoy en día.
Al poco tiempo salió un nuevo disco con canciones de Paco Ibáñez y del Cuarteto Cedrón sobre poemas de Neruda y Raúl González Tuñón (1905-1974). En aquellos días (1977) yo lo ignoraba todo sobre Tuñón, ese periodista y poeta argentino que fue amigo de Borges, Roberto Arlt, Carlos de la Púa o Macedonio Fernández. Luego aprendí que estuvo empeñado en la renovación formal del verso con otros poetas vanguardistas, que ejerció cierto surrealismo campechano y practicó también la poesía social. De ideas comunistas, González Tuñón viajó a España en 1935 y conoció a los poetas de la República (Lorca, Salinas, Gerardo Diego, Miguel Hernández, José Bergamín…). Cuando estalló la Guerra Civil se trasladó con Neruda a Chile y allí participó en la fundación de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, organización antifascista surgida del Congreso de Escritores de Valencia.
Como periodista, recorrió toda Sudamérica, conoció París y muchas ciudades españolas, y ejerció de corresponsal de la Guerra Civil. «Me iré de Zapala o a París —que lo mismo da— / […] La vida para mí / es un siempre partir y un poco quedar2». Además de poeta y periodista, González Tuñón fue también un trotamundos.
Copié el disco del Cuarteto Cedrón en una cassette y se la hice llegar a mi padre, que convalecía de su primer infarto. Como era de esperar, protestó: los tangos del Cuarteto Cedrón no se parecían en nada a los de Gardel y Discépolo a los que estaba acostumbrado. Le hizo gracia eso de los ladrones que usan gorra gris, bufanda oscura y camiseta a rayas, «y si no, no». Y aquello de la vida color de rosa y los centavos en la ranura. Sin embargo, un día, se dejó iluminar por una pieza romántica, un vals tangueado que Juan Cedrón canta con voz hueca sobre un bellísimo poema de González Tuñón: La calle del agujero en la media.
—A este poeta lo conozco yo —me dijo—, tengo un libro suyo en la habitación de la abuela.
Busqué y, en efecto, allí encontré una edición sudamericana de La calle del agujero en la media, de páginas amarillas y tapa blanda, comprado en algún tenderete de la Plaza Redonda. No era el libro de Gleizer, la editorial que publicó a los poetas vanguardistas argentinos de los años veinte, sino una reedición de 19653.
Reproduzco algunos versos del poema:
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad
y la mujer que amo con una boina azul.
Yo conozco la música de un barracón de feria,
barquitos en botellas y humo en el horizonte.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad.
(…)
Yo conozco una calle de una ciudad cualquiera
y mi alma tan lejana y tan cerca de mí
y riendo de la muerte y de la suerte y
feliz como una rama de viento en primavera.
El ciego está cantando. Te digo: ¡Amo la guerra!
Esto es simple querida, como el globo de luz
del hotel en que vives. Yo subo la escalera
y la música viene a mi lado, la música.
Los dos somos gitanos de una troupe vagabunda,
alegres en lo alto de una calle cualquiera.
Alegres las campanas como una nueva voz.
Tú crees todavía en la revolución
y por el agujero que coses en tu media
sale el sol y se llena todo el cuarto de luz.
Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad,
una calle que nadie conoce ni transita.
Solo yo voy por ella con mi dolor desnudo,
solo con el recuerdo de una mujer querida.
Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto.
Decir, yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.
Mi padre escuchó el tema de Juan Cedrón infinitas veces, y un día que estaba especialmente comunicativo me contó: «Tú no lo sabes, pero esa canción habla de mí, de un tiempo y un lugar en donde fui feliz». ¿De ti? ¡Imposible! —le dije—. En 1930, cuando González Tuñón escribió su libro, tú no tendrías ni doce años… ¿cómo pudo anticipar el poeta lo que te iba a pasar?
—Ahí está el secreto de su poesía —prosiguió con ojos humedecidos—. Esa canción habla de mi historia con Margot, la mujer que conocí en Marsella cuando abandoné el campo de concentración de Arlès… Entonces yo era un joven revolucionario, curtido por la Guerra Civil y el exilio, y durante meses viví con ella en una pensión del puerto, pensando si volver o no a España… Finalmente regresé, dejando a un lado aquella efervescencia juvenil. No hubo revolución posible; el régimen de Franco nos obligó a guardar silencio. Y aunque llevo más de cuarenta años con tu madre, el recuerdo de Margot sigue vivo en mi cabeza. Todavía la veo caminar con su boina azul por los arrabales del puerto. Como dice la canción: «Yo he conocido un puerto. Y decir yo he conocido, es decir: algo ha muerto».
Ahora soy yo quien escucha a menudo al Cuarteto Cedrón y lee la poesía que Tuñón escribió hace noventa años: una poesía que habla de barrios marítimos y circos, de feriantes y tabernas, de la flor de la aventura, el vino y las rosas. Esos son también mis temas. Y junto a esa exaltación del presente, del viaje, de la ligereza y de la ciudad, la poesía de González Tuñón se desliza también hacia el compromiso político, su hartazgo frente a la cultura burguesa y, por qué no decirlo, hacia su amor a la guerra: «Como Ernesto Psichari yo amo la guerra —escribió—, pero la guerra que trae la Revolución4».
[1] Cuarteto Cedrón: De Argentina. Polydor -2480 143, París, 1974.
[2] “Sale a las 8 de la noche”, del libro Miércoles de ceniza (1928).
[3] Raúl González Tuñón: La calle del agujero en la media. Ediciones La Rosa Blindada. Buenos Aires, 1965.
[4] Esta frase pertenece al poema “Brigadas de choque”, un texto que le valió a Raúl González Tuñón dos años de cárcel, de los que se libró exiliándose a España y luego a Chile. En ese extenso poema, González Tuñón se propone «dar a la dialéctica materialista el vuelo lírico de nuestra fantasía». “Brigadas de choque” debería haber formado parte del poemario Todos bailan. Los poemas de Juancito Caminador (1935), pero, en aquellas fechas, el proceso contra el poeta estaba abierto y el texto tuvo que ser retirado. Hoy no es fácil dar con él. Ni siquiera aparece en la antología del autor que acaba de publicar la colección Visor de poesía: La música amontonada del mundo. Antología poética de Raúl González Tuñón. Visor Libros, Madrid, 2021.