La última Nochebuena fue también la del adiós de tía Marisa. El confinamiento en la Navidad de dos mil veinte fue muy estricto; en su casa nos reunimos catorce, un desafío a la norma del número máximo de personas en encuentros familiares. La verdad es que nos traía al pairo porque, en el caso de que nos pillaran, teníamos a Lola, nuestra prima fiscal, que nos ayudaría a recurrir la multa. El recurso, según nos dijo, estaba ganado desde el minuto uno. La cuestión principal era cómo entrar en casa sin que los vecinos se percataran de la muchedumbre familiar. No queríamos que hubiera bronca vecinal con policías de por medio, que ya se sabe que a las fuerzas policiales las carga el diablo. Los vecinos son gente muy oficialista, de esos que reconvienen si te ven a diez metros con la mascarilla debajo de la nariz. Todo lo contrario de lo que somos nosotros, una pandilla de anarquistas que tira cada cual a su antojo sin encomendarse a nadie. Entre los catorce que celebramos el nacimiento de Jesús había que contar a los tres niños menores de seis años, revoltosos y con vozarrón de arrieros. Hubo que aleccionar durante una semana a las criaturas para que hablaran bajito si querían que Santa Claus bajara por la chimenea.
Convinimos en celebrar la Nochebuena en casa de tía Marisa, grande y muy espaciosa, con un hermoso patio cerrado en la parte trasera, a salvo de la mirada de cotillas y fuerzas del orden. Lo más entretenido fue preparar el despliegue familiar. Desde primera hora del día veinticuatro fuimos llegando en parejas, y cada cual con su aportación de langostinos, jamón, turrones y lubina salvaje. Queríamos una Nochebuena por todo lo alto. El mérito principal de la celebración es que, salvo tía Marisa, el resto somos ateos y no creemos en el nacimiento de Jesús; sin embargo, los niños sí creen que nació un niño muy bueno y que si gritaban, no solo se enfadaría una barbaridad, sino que les quitaría los regalos de Santa Claus y, aunque ninguno está bautizado, prometieron no despertar a Jesusito de mi vida y si, por esas raras coincidencias, algún vecino saliera a la calle y los viera antes de entrar en la casa de la tía Marisa, debían explicar que iban a cantarle un villancico a la tía bisabuela, pues tal era el grado de parentesco que los unía. Cada familia participante en la reunión clandestina estaba obligada a dejar el coche lejos de la casa, disimular y entrar rápido en cuanto se abriera la puerta de la casa.
Llegué a las diez de la mañana a la casa de la tía, una anciana de noventa y cuatro años. Su cuidadora, Marcela, me advirtió que estaba muy nerviosa, que no paraba de repetir que Franco la iba a castigar quitándole la casa para dársela a los pobres. Que éramos unos insensatos y la peor de todos, yo, la instigadora de la celebración. Entré en su dormitorio, su cuerpecito encogido reposaba en la butaca frente al ventanal desde el que se ve el mar Mediterráneo. La casa está en la parte menos poblada de una localidad marítima. Es una residencia espléndida, típica de indianos, con su palmera y sus tejas vitrificadas en el tejado. Dejé nuestro coche a dos manzanas y, en una bolsa de supermercado, escondí dos lubinas salvajes de casi tres kilos la pieza y una cinta de lomo ibérico asada. Marcela parecía la Dolorosa; su gesto compungido delataba el miedo a ser detenida, por ejemplo. La tranquilicé: Querida, le dije, aún no estamos en Corea del norte, así que como máximo nos impondrán una multa. Sí, me contestó pero ¿y si nos contagiamos? ¿Y si la señora Marisa se muere por celebrar esta fiesta? Era un riesgo cierto y sí, podía ocurrir. Ocurrió. Se murió al día siguiente, pero no de coronavirus, no le dio tiempo, su corazón se paró.
La recuerdo en la Nochebuena con su copa de champán entre las manos deformadas por la artrosis, sin embargo, sus uñas estaban siempre muy cuidadas, pintadas con esmalte transparente. Achispada, tía Marisa tenía un aspecto encantador. El pelo escaso y aún gris enmarcaba su rostro risueño; la vimos alegre, olvidado el temor a que Franco se presentara de un momento a otro, disfrutaba de la cena y de la conversación en torno a sus recuerdos de juventud. La última Nochebuena fue la mejor que recuerdo de toda mi vida. En el piano desafinado, Marcos tocó las melodías de Los peces en el río y Eva María se fue, que no es un villancico pero nos la sabemos todos. Cantamos a grito pelado, nadie se acordaba del toque de queda, creo que por culpa del alcohol y los polvorones. A las doce y media los niños se habían dormido en el sofá y los demás seguíamos con nuestro repertorio, en ese instante en fase bolero: ¿Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo?… ¿Es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo?…
El timbre repiqueteó como si fuera la señal del fin del mundo, las ráfagas de luz azul del coche policial iluminaban la entrada por la cristalera. A mí me entró la risa tonta y me negué a abrir la puerta, hasta que me empujaron y no tuve más remedio que hacer frente a mis responsabilidades. Los guardias levantaron acta, nos identificaron y multaron y yo les dije: Agentes, estas multas las pagará Rita la cantora. No me lo tuvieron en cuenta. A las dos de la madrugada nos acurrucamos en las camas de la casa, total ya nos habían sancionado y las conductoras estábamos en estado de alegre ebriedad. Así que los guardias aceptaron que nos quedáramos a dormir en la casa. Cuando despertamos, Marcela ya había hecho café y tostadas. Les dije a todos, también a los niños, que despertáramos a la tía Marisa a besos, que era el día de Navidad y que le encantaría recibir achuchones. Los niños entraron en tromba y nosotros detrás.
¡Muerta! Frenamos en seco. Recostada en los cojines, con su toquilla blanca en los hombros; sobre el pecho las manos cruzadas, parecía el cadáver incorrupto de una santa. Decidimos velarla un rato antes de avisar al médico de urgencias. No nos dio tiempo, regresaron los guardias para comprobar que en la casa no seguía el gentío de la noche anterior. A partir de ese momento todo fue una confusión de amenazas, gritos, lloros y niños empeñados en ver a la muerta todo el rato. Los vecinos, enmascarados, formaban corrillos en la acera, frente a la puerta del jardín. Horrorizados ante el desfile familiar (la mayoría sin mascarilla) que abandonaba la casa, gritaban: Incívicos, asesinos, canallas.
Han pasado tres años desde aquella Navidad; la casa de tía Marisa es ahora un refugio para convalecientes que se recuperan de la enfermedad. Vivimos en penumbra la mayor parte del día. La electricidad solo está disponible unas horas, desde que oscurece hasta las diez de la noche. Los coches abandonados sirven hoy de dormitorio improvisado para quienes vagan de un lugar a otro en busca de algo que llevarse a la boca. Frente a este paisaje de ruinas y frío, recuerdo los tiempos felices cuando las calles estaban iluminadas y los estantes de los supermercados llenos de alimentos; me consuela que hoy, la Nochebuena de dos mil veintitrés, sea la primera desde el colapso. Esta vez no habrá multas ni vecinos que se quejen, los supervivientes de mi barrio hemos decidido encender una hoguera en el parque, con las sillas y mesas que hemos encontrado en las casas ruinosas y deshabitadas. No habrá champán, pero creo que Marcos ha conseguido una garrafa de anís de no sé dónde, también ha preparado un cancionero, no de villancicos, sino de canciones de amor, de las que se cantaban cuando en el mundo había internet y bares abiertos y gente que usaba las carreteras para desplazarse en coche en vez de lo que son ahora, caminos con gente deambulando de una población a otra sin acordarse de que estamos en Navidad.