Encuentro en el bosque oscuro

No eres uno de los nuestros


Al llegar a la estación del AVE, observé la cola que esperaba para embarcar. Me fijé en un hombre que se distinguía del resto de pasajeros. Vestía un traje de buena hechura, aunque bastante antiguo, corbata oscura y pelo muy corto, blanco; en la mano derecha agarraba un maletín aún más antiguo que su traje, de piel gastada de color marrón. El pasajero me recordaba un personaje de los que pintaba Magritte. Incluso la cara la tenía un poco desdibujada. Quiero decir que sus facciones eran como tantas otras, nada en su rostro llamaba la atención, salvo sus ojos. Cuando abrieron las cintas y pudimos bajar al andén, me quedé unos pasos por detrás del viajero misterioso. Caminaba a buen paso, un poco al estilo militar. Mi vagón era el número 7 y mi asiento el 8 A. En cuanto le vi subir al vagón número 7 supe que el destino nos había unido, al menos en ese viaje, pues era mi compañero de asiento. Me acomodé mientras observaba a mi compañero con disimulo.

Dejó el maletín debajo del asiento, cruzó las manos sobre el regazo y cerró los ojos. Cada momento que pasaba me parecía un hombre más interesante: ni móvil, ni libro, ni portátil. Nada le distraía. Cerró los ojos. Inmóvil como un santón, no prestaba atención al exterior. 

Sus zapatos estaban muy lustrados y era de un número grande, podía ser un 45. En el dedo meñique de la mano izquierda lucía un anillo que parecía de plata, con una piedra negra incrustada en un cabujón. ¡Qué ganas tenía de hablar con él!

Al cabo de una hora sin que diera señales de vida, me levanté para ir a la cafetería. Le toqué levemente el hombro, abrió los ojos, de color gris azulado, y sin decir una palabra se levantó para dejarme pasar. Desde luego, esos ojos eran, cómo describirlos sin exagerar, turbadores. Cuando regresé a mi asiento, el pasajero se levantó sin que tuviera que avisarle, mantenía los ojos semicerrados. Sin cortapisas ni timideces, le pregunté si viajaba de vacaciones.

—No, por trabajo.

El acento me suena a murciano, me dije. No es extranjero, y qué impasible es, tiene sangre de horchata. 

—Un trabajo fastidiado ¿no? porque hoy es sábado y llegaremos tarde, así que mañana tendrá que ir a trabajar, o el lunes, ¿verdad?

—Exacto, mañana. 

—Y no hay ferias esta semana en Madrid.

—Exacto

—Y no es usted camarero, quizás es músico, lo digo por las manos, las tiene de pianista.

—O de cellista —añadió. 

Entonces giró la cabeza, se quedó a veinte centímetros de mi cara, con voz muy varonil dijo: 

—Soy planchador en una tintorería que abre los domingos.

Creí que me tomaba el pelo.

—¿En serio?

—Mire, señora, sé que no me cree, pero su percepción limitada no me incumbe. Si le dijera la verdad de mi naturaleza, saltaría del tren en marcha. 

—¿Me juzga pusilánime? Pues no tengo miedo de nada, para que lo sepa.

Entonces este ser, nunca llegué a saber su nombre, me tomó la mano, estaba fría como un tasajo. No era humano, sus ojos hacían chiribitas, sacaban destellos, mientras me miraban. Pensé que era un ángel caído, un demonio o un extraterrestre. Su tacto me convenció: no era humano.  Y llegamos a Atocha. 

—¿Dónde está la tintorería? 

—En Canillejas, pero es imposible que entre.

—¿Por qué? 

—Porque no es uno de los nuestros.

—O sea, intuyo que es usted un alien. ¿Me lo niega? 

Pareció que sonreía, hizo una mueca con los finos labios y movió la cabeza como si afirmara, que sí, que no era de este mundo. 

—¡Ah!, ¡qué desagradecidos! Vienen a este planeta a colonizar, a estudiarnos o a saber qué otras gamberradas, y no permiten que una lugareña visite la tienda tapadera donde se refugian y planean sus maldades.

—No es eso, es que nuestro verdadero aspecto es para los ojos humanos horripilante, y no queremos causar más daño que el imprescindible. En la tintorería, cuando estamos solos nos quitamos el disfraz de humanos, nos mostramos tal cual nos parió nuestro algoritmo.

Llegamos a nuestro destino. Me agarré a él en las escaleras mecánicas, era un tipo muy fuerte, sus brazos parecían de cemento. No hizo amago de escapar a mi apretón. Parecíamos novios, él tan alto y yo tan bajita, una pareja asimétrica en todos los sentidos.  

Cuando llegamos a las cintas eléctricas del largo pasillo de salida le pedí que me describiera su aspecto extraterrestre. 

—Somos más parecidos a un percebe de dos metros que a una medusa. 

—¡Madre del Amor Hermoso, qué preciosidad y qué nutritivos en época de carestía como la nuestra! 

—¿Sabes? Los hombres de aquí me han decepcionado y creo que me he enamorado de ti, no me defraudarás, te acompañaré hasta el fin de la galaxia.

Me pidió que esperara, que tenía que ir al baño, y así hasta hoy. Durante dos horas le esperé, hasta que entré en los baños. No había rastro del hombre percebe. Me dio esquinazo en el mejor estilo humano, así que seguro que pertenece a una especie de poco fiar.

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Teoría del Bosque Oscuro 

El contacto de una civilización extraterrestre implica un ataque depredador, el exterminio de las civilizaciones que descubre. El peligro para nuestra supervivencia del contacto extraterrestre se denomina Teoría del Bosque Oscuro. El novelista chino Liu Cixin planteó esta hipótesis, que se relaciona con la paradoja de Fermi sobre el porqué no hemos sido aún contactados por una civilización extraterrestre.