Últimamente coleccionamos días rotos.
Son días de vino y rosas, días que se rompen en añicos como el cristal se desmenuza al chocar contra el suelo.
Y es que se nos está derrumbando el presente, se nos rompe en trocitos diminutos y día a día intentamos recomponerlo para poder entender qué hacer con él.
Esta mañana sin ir más lejos hemos recogido decenas de fragmentos de hoy, los hemos encontrado por todas partes, en el salón, en la cocina y hasta uno se ha colado dentro del tocador.
Estamos desesperados, nunca antes había ocurrido algo así, pero no paran de resquebrajarse trocitos y, al amanecer, cuando nos levantemos, seguirán cayendo pedazos de ese mañana que ya será hoy.
Se ha hecho de noche y los pájaros del jardín callan, tal vez duermen. A lo lejos repiquetea un sonido: son las campanas de la iglesia que, al dar las horas, nos recuerdan que algo del presente todavía no ha muerto.
Hemos decidido anotar en una vieja libreta todas las cosas que conservamos todavía y aún sobreviven, como esas viejas campanas, el aletear de los pájaros o el agua del río, a lo lejos.
A su lado, nosotros vamos enmudeciendo lentamente, sumidos en el desconcierto, como si el presente se hubiera detenido en algún lugar lejano imposible de encontrar.
Hemos empezado a recoger cada pedacito de presente y lo guardamos como oro en paño. Tal vez, cuando todo esto pase, los trocitos recobren sentido, como cobra sentido un paisaje a vuelo de pájaro, o se viste de silencio la noche con el aullido de un perro.
Creíamos que este tiempo no acabaría nunca, como si nunca fuera una posibilidad en el tiempo, pero nunca no es más que una palabra, una infinita invención.
(Collage de Marcos Guinoza)