No recuerdo bien por qué parajes andábamos; sé que el cielo amaneció blanco y poco más.
Perdida en medio del camino, ahí estabas tú, escondida tras una nube de polvo que levantaba la tierra. De tu silueta de H apenas se percibían dos columnas lejanas, que no decían nada y lo decían todo. Desconozco cómo tardé tanto en advertir lo que me ibas murmurando entre líneas; te creía cualquier cosa, pura apariencia quizá, discreta y silenciosa como una dama de compañía o un arabesco trepando por el salón.
Ahora, pasado el tiempo, admito que nada me seduce tanto como ese lenguaje tuyo carente de sonido, ese saber estar en el no decir, sin pretensión de sentido alguno, esa narración ausente como la que construye un instante tras de otro.
Sé que eres tú quien, al alba, estás ahí sin decir nada, y es tu silencio el que me permite escuchar lo que no tiene nombre, lo que no se puede expresar, lo que asoma cuando menos lo esperas, en algún lugar sin espacio como el que ocupa el sonido del aire mientras respiras.
Hoy, por fin, después de tantos amaneceres juntos, no he podido evitar susurrarte al oído cuánto me entristece que amor se escriba sin ti.
(Imagen de Lolita Lagarto).