Hace años coordinaba un taller literario. Cierto día me abordó una mujer tocada con una boina con pluma, me confió que antes de decidir si se apuntaba quería estar segura de que se le revelarían los secretos de la escritura. Tenía la convicción de que los escritores exitosos integran una suerte de sociedad secreta, y ocultan recursos del oficio que no confían a nadie. Le pregunté qué clase de textos pretendía pergeñar. Su intención, dijo, era escribir novelas de tema hospitalario con un joven y talentoso cirujano como personaje principal, igual que los de algunas series que pasaban por la tele.
Pensé mi respuesta durante unos minutos mientras la observaba con disimulo y tomaba nota de los inquietantes detalles de su rostro y el brillo ligeramente ominoso en la mirada. Finalmente le dije que no necesitaba acudir a un taller literario y le aconsejé que si pretendía escribir una historia con cirujano era imprescindible que para hacerlo se quitara la boina y la reemplazara con un gorrito verde, de tela, como los que usan los que actúan en torno a la mesa de operaciones. No estaría de más que se pusiera unos guantes de cirugía a la hora de escribir.
Me telefoneó meses más tarde para confiarme que había seguido mis indicaciones y le había salido una novela redonda. Estaba segura de que de ser publicada sería un rotundo best seller. Prometió que me donaría un porcentaje de las ganancias, pero no he vuelto a saber de ella.
En ocasiones me preguntan sobre mi forma de escribir: si lo hago por la mañana, la tarde o la noche; si soy o no soy metódico; si tomo apuntes; si cuento con una estructura previa o voy sacando lo que me sale del coco; si escribo a mano, a máquina o con ordenador; si dejo que los personajes vayan a su aire o los dirijo a mi voluntad. Les he confesado a mis interrogadores que para mí lo principal es escribir desnudo. ¿Desnudo? Pues sí, antes de sentarme al teclado me quito toda la ropa, tanto en verano como en invierno. Cuando estoy en pelotas las musas y los musos se me muestran más solidarios que si estoy vestido.
En contadas ocasiones transgredí la norma, por ejemplo cuando me centré en el personaje de un señor encumbrado. En dicha oportunidad me puse una corbata de seda — sobre mi cuello desnudo, obviamente—. Otra vez escribí sobre otro señor, aún más encumbrado, entonces me coloqué alrededor del cogote un cuello duro que heredé de mi tío abuelo. Trucos del oficio, señora.
Pero no siempre este tipo de recursos da resultado. El otro día pretendí escribir sobre Ringo Bonavena, un boxeador argentino de la categoría de los pesos pesados que fue asesinado en 1976 mediante una bala de gran calibre a las afueras de un prostíbulo en Reno (Nevada). Aparte de haber peleado contra Joe Frazier y Cassius Clay, Bonavena es autor de la frase que dictamina que la experiencia es un peine que te lo dan cuando te quedas pelado (textual). Por lo visto, además de boxeador Ringo también era algo filósofo. Pensaba que para escribir sobre el púgil lo mejor sería calzarme guantes de boxeo. Fue un fracaso: no hubo modo de presionar las teclas ni sostener el boli.