¿Por qué aborrezco «Pretty Woman»?

Un salacot en mi sopa

 

PREÁMBULO

No siempre me apetece cantar las alabanzas de mis películas preferidas. De vez en cuando se me antoja justo lo contrario: arremeter contra aquellas que más detesto por la comezón urticante que provocan en mí. Dirán ustedes que alguna pizca de masoquismo se mezclará con este afán destructor. Y dirán bien. No niego que prestar atención a según qué asuntillos, aun para ponerlos a caer de un burro, es, cuando menos, una pérdida de tiempo. Pero ¿qué quieren?, cada quien administra sus rarezas y diversiones como mejor le parece, buenamente puede o Dios le da a entender. De modo que, si permiten ustedes la intemperancia, dedicaré esta diatriba de hoy, en forma de decálogo, a Pretty Woman, un calculado remedo de cuento de hadas tradicional perpetrado por Garry Marshall en 1990 para regocijo de consumidores de ñoñeces y fabricantes de moqueros.

 

DIEZ MOTIVOS POR LOS QUE ABORREZCO PRETTY WOMAN:

1.-  No nos engañemos: Pretty Woman, además de gazmoña (o quizá, precisamente, a causa de ello) es perversa. ¿Alguien piensa que una historia tan superferolítica no tiene truco? Veamos: un tiburón de las finanzas, mujeriego empedernido por más señas, cae enamorado cual cadete de una modesta prostituta de Hollywood Boulevard a la que, como sucedía en aquella Glosa a la Soleá que cantaba Pepe Pinto, encontró en la calle. Y no es solo que se pirre por sus huesitos, sino que el figura, todo un caballero andante, la convierte en su particular first lady para acabar salvándola de la miseria a bordo de una limusina. En resumen: una ficción moralizante a medio camino entre el cuento de hadas, el folletín decimonónico y la novela de caballerías. Y todo ello, salpimentado a ritmo de Roy Orbison.

2.- No es tarea fácil tragarse el anzuelo del alto ejecutivo que, pese a ser un primor por lo guapo, culto, rico, refinado y sensible, recluta a una puta de los barrios bajos de Los Angeles para llevarla a sus reuniones de postín. Como mucho, y para que el cuento tuviera algún viso de verosimilitud, el tipo haría de ella su oculto objeto de deseo. Puede que hasta la chuleara de mala manera, acostumbrado como está a que las mujeres confiesen ser «sus perritos falderos». Pero entonces, evidentemente, estaríamos hablando de otra película muy distinta, esta sí, centrada de verdad en lo prostibulario y en revelar unas relaciones personales desprovistas de melindres y que no ofendieran la inteligencia del personal.

3.-  No hay que dejarse arrastrar por el feminismo de pacotilla que nos quieren colar a cuenta de algunos detalles de la trama. Que la chica sea un as de la mecánica y que su desparpajo arrabalero contraste con la aparente torpeza del hiperestésico galán, es irrelevante. Quédense con la primera referencia visual que tenemos de Vivian, la muchacha en cuestión: un plano de su culo livianamente ataviado con unas sugerentes bragas negras de encaje.

4.- Reconozcamos que hay un punto en que la película se muestra diáfana en su cinismo: el dinero es la clave de todo, y así lo confirma la voz en off durante la presentación, cuando nos explica el funcionamiento de los bancos, al tiempo que aparecen en pantalla tres manos extendidas con monedas en sus palmas. Hay, incluso, para mayor aprovechamiento pedagógico, un truco de prestidigitación consistente en sacar un dólar del pescuezo de un fulano.

5.-  Convendrán conmigo en que es bastante insólito que un ricachón se lleve a una prostituta callejera a la suite del hotel de lujo donde se hospeda, con la intención de echar el rato departiendo amigablemente. Que no digo yo que no se dé algún caso de solitario empedernido en busca de una oreja que, previo pago del importe, atienda a su charla. Pero no parece un requerimiento demasiado usual, y mucho menos tratándose de un macho alfa como el que nos ocupa, con la jeta y las distinguidas maneras del Richard Gere post-American Gigolo, con su aura de tío triunfador tan seguro de sí mismo, tan bienhechor y con tan sólidas convicciones budistas. Señores: el cuentecito ramplón se nos está yendo definitivamente de las manos.

6.- Adornar la ficción con algún toque cultural no enmascara el trasfondo reaccionario y pueril de la película. Que sí, que la muchacha no es un tarugo y, cuando su protector la lleva a la Ópera de San Francisco, se emociona con la música y la puesta en escena de Amami, Alfredo.  Que el recurso de La traviata como paralelismo, aunque obvio, le da cierto lustre a Pretty Woman, lo aceptamos, un poco a regañadientes, también. Pero a todo esto, ¿qué pasa con los tópicos trasnochados que se filtran interesadamente con la excusa de la cultura? Recordemos que la secuencia de Charada (Stanley Donen, 1963) en la que se hace hincapié mientras Vivian está viendo la película en la habitación del hotel, es la de una ilusionada Audrey Hepburn diciéndole con arrobo a Cary Grant: «¿Has dicho matrimonio?… ¡No cambies de tema!».

7.- Y hablando de tópicos manidos, vayamos al más casposo de todos: ese que viene tras el fundido en negro con que se rubrica el esperado fornicio nocturno de la pareja. A la mañana siguiente, él (trajeado y sentado sobre la cama) la despierta a ella (desnuda y tumbada, siempre en posición de inferioridad) con el reclamo insoslayable de la fórmula mágica por excelencia: «¡Despierta, te vas de compras… Cualquier problema con esta tarjeta, llamas al hotel». Y dicho y hecho: se obra el milagro.

8.- Las escenas en la tienda de Rodeo Drive, con la cancioncilla del bueno de Orbison a toda mecha y un toque de videoclip al más puro estilo ochentero, son delirantes. Tanto, que cualquier mortal, por poco propenso que sea a las teorías conspiranoicas, podría creer que el guion lo urdió, entre consigna y consigna de la Sección Femenina, la mismísima Pilar Primo de Rivera (animada, eso sí, por un anisete de más). Ni que decir tiene que Vivian, descarriada pero coqueta y femenina al fin (¡salga de mí, doña Pilar, se lo ruego!), se mueve como gorrino en cochiquera por esos templos sagrados del capital, gastando dinero a espuertas en modelitos que la rediman de su pasado de lumi proletaria. Y en efecto: tras la adoración del becerro de oro, la moza sale del santuario cargada de bolsas y convertida en una señorona vestida de blanco, el símbolo de la pureza y, si me apuran, de la regeneración. Como ven, todo precioso.

9.- Pero lo que ya es de traca es el final. Si al cuento del príncipe encantado y la princesa desvalida no le añadimos su poquito de obstáculo aderezado de maldades y dicterios, su miajita de romanticismo de tercera y su ración de hada madrina en versión gerente de hotel, algo nos falta. Por haber, hay hasta pérdida de zapato, como en La Cenicienta, y limusina que hace las veces de carroza y de corcel, según convenga. Tenemos también rosas rojas, un edificio ruinoso con vocación de castillo y un paraguas cuya función es emular la espada del caballero al rescate de su dama. Con todos estos elementos y vencidas las dificultades, los dos protagonistas se besan en una escalera de incendios (¡y dale con las metáforas facilonas!). Mientras la cámara va alejándose de la feliz parejita suena una voz que, con la alegría de un cascabel y la matraca de un tambor de Calanda, homenajea, aun sin pretenderlo, al Segismundo de Calderón. La parrafada es digna del peor Coelho: «¡Bienvenidos a Hollywood! ¿Cuál es tu sueño?… Algunos se hacen realidad, otros no; pero sigue soñando. Esto es Hollywood. Es hora de soñar, así que… ¡sigue soñando!». Para rematar, los títulos de crédito y la incesante cantinela de Roy Orbison como telón de fondo. The End.

10.- A modo de conclusión: Ya me perdonarán ustedes la sarta de palabras atrabiliarias  dedicadas a una película que, diga yo lo que diga, revienta los índices de audiencia cada vez que la reponen en televisión. Este dato, que no es necesariamente bueno, tampoco es del todo malo, habida cuenta de los pingües ingresos que continúa reportando, sobre todo a quien los cobra. Aun así, sigo en mis trece contra viento y marea: su mensaje es extemporáneo, su estética, anacrónica y todo en ella me resulta chirriante y tendencioso. Por consiguiente, si quiero resarcirme de tanta futilidad espumosa, no me quedará otra que recurrir, más pronto que tarde, a san Federico Fellini y a san Luis Buñuel. Seguro que ambos me proporcionarán algún remedio —mano de santo— que mitigue mi desazón. Y para reafirmarme en lo dicho y que conste en acta, nada mejor que terminar mi invectiva con esta cita de Unamuno:

« Antes perdono una mala pasada que se me juegue, que una ramplonería o una sonora vulgaridad que se me diga como algo que merece la pena ser oído. La mediocridad y la rutina mentales me duelen hasta físicamente».