Me entero por el epílogo del relato La perra, de Vasili Grossman[1], que el autor se inspiró para su narración en las relaciones de la perrita Laika, la primera perra cosmonauta, con su cuidador, un tal Oleg Gazenco, a las órdenes del responsable del programa de misiles soviéticos. Corría el año 1949, cuando el equipo de médicos que asesoraba a los científicos e ingenieros que pretendían lanzar perros al espacio, como paso previo al lanzamiento de astronautas humanos, se decantó por los perritos de poco tamaño, entre 6 y 8 kg, y, a ser posible hembras, ya que mostraban un carácter más tranquilo que los machos. ¡Ni que decir tiene que los perritos soviéticos resultaban más dóciles y educables que los chimpancés con los que trabajaban los americanos por esas mismas fechas!
Según cuenta, en el mencionado libro, Daniel Marín —que es astrofísico y divulgador científico—, entre 1951 y 1956 se llevaron a cabo hasta quince misiones suborbitales con perros. Pero no fue hasta 1957 cuando, urgidos por el camarada Nikita Jruschov, necesitado de acumular hazañas espaciales que tuvieran repercusión internacional, se improvisó un satélite denominado Sputnik PS-1 para el primer vuelo orbital tripulado por un perro, sin tiempo para desarrollar una cápsula con escudo térmico que protegiera la vida del animal. El vuelo de la perrita Laika, por tanto, fue un viaje solamente de ida, pues el animal se achicharró durante la reentrada de la cápsula a la atmósfera.
Laika (“ladradora”, en ruso) era una perrita callejera de 6 kg de peso que fue lanzada al espacio el 3 de noviembre de 1957. Con su hazaña conquistó el discutible honor de ser el primer animal en alcanzar la órbita de la Tierra, antes que ningún chimpancé, antes que el propio Gagarin, primer humano en órbita. Como explica Daniel Marín, «la pobre perrita moriría unas seis horas después del lanzamiento por culpa de las altas temperaturas del interior de su cabina, totalmente ajena a la fama que su vuelo alcanzaría en todo el mundo».
Por su parte, Vasili Grossman, el autor del libro que estamos comentando, ese escritor de lo pequeño, interesado por «los seres que solo ocupan un rincón del mundo y que enseñan esas venas del alma por las que circula la vida cuando merece ser vivida», imagina en su relato La perra a una perrita callejera, acostumbrada a la escasez y a la falta de amor, como piloto involuntario de un vuelo similar al de Laika, pero con regreso. Petrushka, la perrita del cuento, reconoce en su cuidador a un amigo y acepta con estoicismo los sufrimientos a los que este la somete durante el periodo de preparación del vuelo. «Ella, al igual que Cristo —escribe Grossman—, pagaba su maldad con bondad, le daba amor a cambio de los sufrimientos que él le causaba». Y el cuidador, un tipo inestable, colérico y sin amigos, agradece de corazón las muestras de cariño y obediencia que le brinda el animal e incluso se preocupa por cuál sea el desenlace de su aventura.
No hay que haber sido propietario de un perro para conmoverse con la narración de Grossman, que avanza, en muy pocas páginas, hasta dar con un final menos trágico que el de la perrita Laika y el de otros perros sometidos a los experimentos espaciales de los hombres. Sin embargo, el final del relato también rehúye el optimismo. La perra regresa del espacio, tras haber contemplado cara a cara el Universo, y se lanza, aturdida, a lamer la mano de su cuidador, mientras menea el rabo alegremente. Alekséi Gueorguievich, que así se llama el cuidador, contempla apesadumbrado los ojos del animal y ve en ellos «los ojos de una pobre criatura con la razón ofuscada y un corazón sumiso, lleno de amor». Fin.
Moraleja
Considerando lo anterior, trate de guiarse en lo sucesivo por las normas siguientes:
—Aléjese de científicos, ingenieros, políticos y militares interesados en lanzar a nadie al espacio. Incluso aléjese de aquellos que pretenden seguir lanzando otras cosas. Ya hay suficiente basura espacial sobre nuestras cabezas. No necesitamos más.
—Extirpe de su mente las ganas que todavía puedan quedarle de viajar a Marte o a la Luna. Deje que sean otros los estúpidos ricachones que emprendan esos viajes y, en todo caso, hágales pagar la factura ecológica que generan sus locuras.
—Preocúpese de lo próximo, pequeño y (todavía) vivo que le rodea. Ahí tiene, por ejemplo, el lametazo afectivo de su perra y esos ojos impenetrables con los que le mira. Valore esa mirada: puede que nadie le haya mirado nunca con tanto amor.
[1] Vasili Grossman: La perra. Editado por KEN (Mutilva, Navarra) en 2014. El original, escrito en 1960-61, se publicó por primera vez en Literaturnaya Rossiya, en 1966. La edición que comentamos posee algunas características especiales que conviene resaltar: se trata de una edición bilingüe (ruso-castellano) e incluye ilustraciones del artista Taxio Ardanaz, así como un posfacio del astrofísico canario Daniel Marín. El librito es una pequeña joya.