Paul Wittgenstein, pianista y manco

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Hay un número incalculable de proposiciones empíricas que, para nosotros, son ciertas. Que aquel a quien se le ha amputado un brazo nunca le volverá a crecer es una de estas proposiciones.

Ludwig Wittgenstein: Sobre la certeza (273-274)


De los nueve hijos que engendró el acaudalado industrial vienés Karl Wittgenstein a finales del siglo XIX, solo Paul Wittgenstein (1887-1961) sobrevivió a sus padres y a todos sus hermanos, a pesar de haber arrastrado, como se verá, una vida atribulada. Incluso el más famoso de la troupe, el filósofo Ludwig Wittgenstein, un par de años más joven que Paul, se apresuró a morir de cáncer diez años antes, dejando libre a su hermano el terreno de la supervivencia.

La primera en fallecer fue Dora Wittgenstein, que murió al mes de su nacimiento (1876). La muerte de Dora fue tan repentina que algunas biografías de la familia ni siquiera la mencionan. Tras Dora Wittgenstein, el siguiente en morir fue Johannes Wittgenstein, apodado “Hans”. Johannes había nacido en Viena en 1877 y desapareció a los 24 años durante su estancia en Norteamérica. Las circunstancias de su muerte son confusas y se ignora si fue un suicidio o un desgraciado accidente náutico.

El que sí se suicidó, con toda seguridad, fue Rudolf (“Rudi”) Wittgenstein que, en 1904, se proporcionó una abundante dosis de cianuro en un barucho de Berlín, a consecuencia de un desengaño amoroso de carácter homosexual. Como habría observado Oscar Wilde, «perder un hijo puede considerarse una desgracia, pero perder dos parece un descuido».

Tras esta segunda muerte, Karl Wittgenstein —el padre—, un tipo autoritario y brutal, impuso a sus hijos la prohibición de hablar de la muerte de sus hermanos, con la vana esperanza de acallar las ideas de suicidio que pudieran albergar. Por lo que puede leerse en la biografía que Alexander Waugh[1] dedica a la familia Wittgenstein, «la presión del padre para que sus hijos varones dejaran su huella en el fabuloso negocio del hierro, el acero, las armas y la banca, contribuyó a generar una insoportable tensión nerviosa y autodestructiva en sus hijos». Tensión que alimentó el deseo de salir huyendo del hogar, incluso tras la muerte del padre y habiendo recibido cada uno de sus hijos una considerable herencia. Uno de ellos —Ludwig Wittgenstein— repartió el dinero entre sus hermanos y vivió durante décadas con humildad y aislado, deseoso de «convertirse en una persona completamente diferente».  

Por su parte, Helene (Lenka) Wittgenstein se casó en 1899 con un alto funcionario vienés que muy pronto se volvió senil y al que hubo que soportar dirigiendo los negocios familiares sin hacerle demasiado caso. Margaret (Gretl) Wittgenstein, la séptima hija de la familia, hizo lo propio en 1905, casándose con un supuesto doctor norteamericano que, en realidad, no lo era. Gretl no fue feliz con este hombre, cuya neurosis paranoica le impedía permanecer estable en parte alguna. El marido de Gretl fracasó como marido, padre, científico e inversor, y acabó suicidándose en 1938.   

En 1918, se produjo la muerte por suicidio del cuarto de los hijos de la familia: Konrad (“Kurt”) Wittgenstein, que se quitó la vida en la frontera italiana, tras un lamentable episodio militar. Kurt tuvo que tomar decisiones drásticas al final de la contienda, como la de sacrificar a los miembros de su batallón lanzándolos a una muerte segura. Karl desobedeció las órdenes recibidas, animó a sus hombres a desertar y se descerrajó un tiro en la cabeza. Como el resto de sus hermanos, «parecía portar el germen del asco por la vida en su interior».

El que sí se comportó con enorme resiliencia fue uno de los más pequeños de la familia: Paul Wittgenstein, pianista, hermano mayor del último y más famoso miembro de la saga, el filósofo Ludwig Wittgenstein. Ambos se alistaron en el ejército austrohúngaro porque vieron en la guerra una cuestión de honor personal y nacional (Paul) y una oportunidad de autosuperación (Ludwig). Paul, que era un reconocido pianista en Viena, tuvo la desgracia de perder su brazo derecho a consecuencia de una herida de guerra al comienzo de las hostilidades. Operado de urgencia en un hospital cochambroso de Krasnystaw, al sureste de Polonia, cayó prisionero de los rusos y fue conducido con otros miles de compatriotas a un campo de prisioneros en Siberia. Las vicisitudes que sufrió durante meses (traslados interminables, enfermedades, hambre…) no hicieron sino reafirmar su condición de músico amputado, como el legendario conde Géza Zichy, un excéntrico aristócrata húngaro, que impresionó al propio Liszt tocando el piano con la mano izquierda, frente a un público de lisiados de guerra.

Confinado en un hotel de Omsk, Paul Wittgenstein se entrenó con ahínco en un piano desvencijado, escribiendo arreglos de todas las composiciones que recordaba para que pudieran interpretarse con una sola mano. A su vuelta a Viena, tras el fin de las hostilidades, se dedicó a desarrollar técnicas que le permitieran tocar con la mano izquierda lo que hubiera podido hacer un “pianista completo”. Posteriormente consiguió que los grandes compositores del momento (Scriabin, Schumann, Saint-Saëns, Hindemith, Korngold o Prokofiev) crearan obras exclusivamente para él, invirtiendo muchísimo dinero y promoviendo auténticas rencillas con los creadores. El propio Maurice Ravel compuso para Paul Wittgenstein su Concierto para piano para la mano izquierda en re mayor (1929-1931), que se saldó con la ruptura entre el compositor y el intérprete, dado que Paul, desde una posición altiva, no estaba dispuesto a interpretar la obra tal como estaba escrita. Mientras que Ravel (y también Prokofief y Britten) pensaban que el intérprete debía ponerse al servicio de las ideas del compositor, Paul Wittgenstein se revolvía contra la idea de que los intérpretes fueran esclavos de la partitura.

Cuando Hitler se anexionó Austria en 1938, los miembros de la familia Wittgenstein fueron considerados judíos y solo les salvó el enorme capital, mansiones y tierras que poseían y de los que, progresivamente, fueron expropiados por los nazis. Paul Wittgenstein logró huir a Suiza y de allí a Estados Unidos, en compañía de una alumna ciega, mucho más joven que él, con la que tuvo tres hijos. No volvió a Viena hasta 1949 para un concierto, y ni siquiera entonces visitó a su hermana Hermine que estaba gravemente enferma. Su relación con su hermano pequeño, Ludwig, o con Gretl, en Irlanda uno, la otra en Nueva York, estaba prácticamente muerta.

Los años fueron haciendo mella en este pianista manco, que iba perdiendo facultades y convirtiéndose en un simple diletante rico. Enfermo de cáncer, siguió realizando giras y ofreciendo interpretaciones de una calidad mermada. Tal fue su coraje, orgullo y terquedad hasta el final de sus días.

Paul Wittgenstein murió a los setenta y tres años de una neumonía aguda. En la necrológica de la revista londinense The Gramophone se destaca que, «cuando ya no le queden amigos vivos que le recuerden, los melómanos tendrán motivos para recordarlo con gratitud por la música que hizo que se compusiera para él», y no, claro está, por sus interpretaciones.

(Ahora es el momento de escuchar ese Concierto para piano de Ravel —quizá la mejor contribución de Paul Wittgenstein a ese curioso catálogo de obras pianísticas para la mano izquierda— en la interpretación de la joven pianista japonesa Yuja Wang, no del todo respetuosa con el compositor, como es habitual en ella, capaz de interpretar a Mozart, si se tercia, en clave jazzística. Y es que los intérpretes, opina también Yuja Wang, no deben ser esclavos de la partitura).  


[1] Alexander Waugh: La familia Wittgenstein. Ed. Lumen. Barcelona (2009).