Hay casualidades que bien parecen el resultado de un juego planeado por una inteligencia caprichosa e insensible, aunque algunas veces decida gastarnos una broma. Cuando leí el relato de Tsevan Rabtan en la revista Jot down[1] pensé que todo lo increíble que podamos imaginar es susceptible de ocurrir. No sé si en este universo o en otros. En el relato fascinante de Rabtan, en el accidente de aviación viajaban un famoso boxeador francés y también dos hermanos, violinistas destacados que iniciaban una gira por Estados Unidos y Canadá: Ginette y Jean Paul Neveau. El 28 de octubre de 1949, el avión se estrelló, cerca de las Azores, no hubo supervivientes. Los músicos llevaban dos instrumentos valiosísimos, un Stradivarius y un Guadagnini. Los violines eran bien conocidos por un lutier, Étienne Vatelot, quien tiempo más tarde reconoció los dos arcos que fueron encontrados casi intactos. En cómo llegaron los arcos hasta el lutier reside una parte del interés de esta historia. La peripecia de los violines tuvo un final asombroso. En el año 1982 en un programa de la televisión francesa, en el que estaba presente el lutier y se homenajeaba a los violinistas, el pianista Bernard Ringeissen, presente en el estudio, quiso enseñar una voluta de violín que un pescador portugués encontró y le regaló años antes. La emoción y las lágrimas asomaron a los ojos del lutier: esa voluta pertenecía al violín Guadagnini propiedad de Ginette Neveau.
Nos parece raro, incluso sospechoso que se produzcan estas improbables casualidades, pero ¡ay, amigos, existen! Yo misma he vivido varias a lo largo de mi vida. Contaré la última. A principios de octubre caminaba por Paseo de Gracia, cuando me llamó la atención una mujer tumbada en un banco. Acurrucada en su manta de dibujo de leopardo, miraba pasar a los pocos que transitábamos a esa primera hora de la mañana.
Gritó mi nombre y cuando me acerqué se echó a mis brazos; olía a pachuli y no llevaba mascarilla. No la reconocí, pero ella a mí, sí. ¿Cómo era posible si las gafas de sol y la mascarilla camuflaban mi cara? Me pidió que me sentara a su lado, le propuse invitarla a un café en una de las terrazas que aún quedan abiertas en el paseo. Dobló la manta, la metió en un carrito de supermercado que tenía al lado con sus pocas pertenencias y, dicharachera e indiferente a su pobreza, me contó que desde hacía tres meses vivía en la calle. Intentaba ubicarla en mi vida pero no había manera. Sí, su voz era familiar y las anécdotas que relataba en ristra sin parar, entrecortadas por las risas, las viví en sus más tontos detalles; la gente de la que hablaba eran también mis amigos y parte de mi familia. Aquellas escenas en los veranos de mi juventud eran un calco de lo que conservaba en mis recuerdos.
Me dolía preguntarle quién era, pues cuando alguien da prueba de conocernos, nuestra ignorancia se convierte en un insulto. Al fin, me atreví cuando se zampaba el último bocado de cruasán. ¡Que quién soy, no me fastidies, soy tu prima! Ahí estaba Elisa, como si un velo invisible acabara de caer, descubrí sus rasgos al instante. Mi prima, la que un día desapareció a la francesa, solo dejó una nota dirigida a su madre, con quien por aquel entonces vivía: No te soporto más, adiós para siempre. Años más tarde supimos que se había instalado en Australia. Luego, una Navidad, su madre nos llamó para decirnos, con la frialdad de un forense, que su desagradecida hija había muerto la semana anterior en un accidente de coche, en Adelaida. Mentira.
A velocidad de vértigo, recompuse su historia ¡Por todos los santos, qué delgada y guapa estaba a pesar de la mala vida que da la calle! Pedimos otro café con leche y más cruasanes. Sin inmutarse me dijo que tenía un don, y que de ese talento secreto y prodigioso el culpable era un libro. Echó mano a su carrito, protegido por una bolsa de plástico sacó un libro que reconocí al instante. El Tarot de Mategna, de Raimon Arola, un tratado de las cuarenta cartas dibujadas a mediados del siglo XV que el escritor desvela en su significado y símbolo más profundo. Aquí viene la primera casualidad. ¡La mañana que relato tenía una cita con Raimon Arola y Pere Montaner! Con ellos había quedado dos horas más tarde para la grabación de un programa. ¡No, sí! ¡No puede ser! Estuvimos unos minutos entretenidas con esta sucesión de exclamaciones contradictorias. Esta casualidad me provocó un estado de euforia, común en la gente que tiene la experiencia de vivir una casualidad más que improbable. Cuando suceden esta clase de hechos que unen personas y acontecimientos en un escenario impensable, es como si se abriera una ventana a lo invisible.
Me señaló la carta del libro dedicada a Calíope, la musa de la elocuencia y de la poesía. Esa soy yo, me dijo, las páginas manoseadas estaban llenas de dibujos y anotaciones a mano. Su dedo me condujo a una frase, una firma y una fecha: Tu verdad es la única verdad. Guillem J, 4 de marzo de 1998 . ¡La letra diminuta pertenecía a quien fue un amigo mío de juventud! Se casaron en Australia y él fue el verdadero muerto en el accidente de coche. Antes de matarse, conducía Guillem, le pidió que nunca olvidara su don y de pronto se estamparon contra un jacarandá. Hace pocos meses compré un jacarandá para mi patio. Por ahora está más muerto que vivo. Y yo ya no sé si esto es una trola o toda la verdad palpitante en esta historia, verdadera y falsa como la misma vida.
[1] https://www.jotdown.es/2016/08/una-voluta/