Noviembre nos cae como un mazazo en medio de un banquete.
El olor a castañas asadas invade las esquinas de ciudades arraigadas a una nostalgia antigua: de piedra húmeda, de enredadera y de follaje, también de escaleras resbaladizas y baba-neblinosa.
El ambiente parece prepararse para un crimen nocturno y exigible; para desaparecer en las profundidades del olvido, como los muertos que ignoramos por inconvenientes y tacaños.
Los muertos que no dejan herencia aprovechable ni casas en la playa es preferible agazaparlos en el álbum de fotos, allá escondidos, entre las postales felices para contrarrestar el fastidio de seguir siendo pobres por desidia del finado. Creímos alcanzar la luna y seguimos así, manteniendo los dedos extendidos con sus yemas rozando platas falsas.
Apaciguados y tristones, debajo de las mantas, se esconden los perrillos de aguas. Han dejado de trotar hacia la verja del jardín, no husmean en la tierra en busca de seres compatibles que los entretengan; su paso dubitativo hacia la primera escarcha que regala la madrugada nos alerta…
Noviembre siempre acaba por convertirse en la peregrina desolación de lo siniestro.