Regresé a Valencia desde Sagunto con mi primo en el tren de cercanías. Habíamos ido al entierro de otro de nuestros primos, el que trabajaba en las factorías del Puerto cuando allí se cobijaban los últimos altos hornos del país. Una vez desmantelaron aquel complejo, nuestro primo consiguió un puesto de conserje en el teatro romano, y allí trabajó hasta que le quitaron el pulmón izquierdo. Aun así, José Luis sobrevivió, respirando a medias, casi quince años. Buena genética la de nuestra familia. Anteayer se le acabó el quilométrico y hoy hemos celebrado su funeral en el Puerto de Sagunto. No ha sido un día agradable, pero tampoco lo hemos pasado mal, viendo a este y a aquel y reconociéndonos, todos, viejos y jodidos.
Eran casi las ocho de la tarde cuando el tren se detuvo cerca del apeadero de La Fuente de San Luis, muy cerca de la capital. Es frecuente que los trenes se paren allí para dar paso a otros convoyes que salen de la estación. Esa es una de las servidumbres de meter el tren hasta el meollo de la ciudad, cosa infrecuente, por lo que me dicen, en otros lugares de España. Y allí, parados, hemos conversado un poquito, sin el inconveniente del traqueteo del viaje.
—¡Fíjate! —le he dicho— Si en lugar de estar en Valencia estuviéramos en la India, abriríamos la puerta del vagón, bajaríamos a la vía y saltando entre acequias, campos de cultivo y descampados llegaríamos en un santiamén a nuestra casa. Desde aquí veo los bloques de San Marcelino.
—Ya, pero no estamos en la India. Estos vagones son automáticos y no se puede abrir la puerta hasta que al conductor le pasa por el papo. Hace años era distinto.
—¡Y tan distinto! —he continuado—. En una ocasión me bajé del tren por las bravas más o menos por aquí y me di de bruces con un campamento gitano. Era de noche y tenían una hoguera encendida. Al principio me asusté, pero acabaron amigándome y dándome de cenar… ¿Te das cuenta de las cosas que vamos perdiendo? Por ejemplo, aquellos viajes en tren de doce horas a Sevilla…
—Añoro los trenes que se paraban en cualquier sitio y no respetaban el horario —mi primo es un sentimental—. Recuerdo que para ir de Valencia a Teruel se necesitaba un día. Bueno, quizá no tanto, pero entonces podías relajarte en el vagón y hacer amistades…
—Nos lo quitan todo… —continué—. Las gaseosas retornables, por ejemplo. Había que llevar el casco a la tienda para poder comprar otra. O los pantalones de campana, los cines de verano, los tranvías con jardinera, las máquinas de escribir…
—¡O aquellas tardes en la barbería, con siete tíos esperando pelarse, hablando de mujeres y de fútbol! Y comiendo cacahuetes y tirando las cáscaras al suelo… Recuerdo que cuando entrabas en el Bar Pilar ibas pisando las conchas de los mejillones que crujían bajo tus pies… Ahora sobra higiene y falta solidaridad. Nos estamos quedando sin nada. Mira tú: José Luis se quedó sin pulmón, y ahora se ha quedado sin vida. Nos lo quitan todo, Marcial.
Entonces hemos recordado algunas anécdotas de nuestra niñez, cuando apenas teníamos un puto juguete de segunda mano pero que nadie nos quitaba lo que era nuestro.
—¿Recuerdas las tetas de la Feli? —mi primo siempre sale con eso de las tetas de la Feli, que es algo que ya me suena a fijación—. La Feli vivía en el entresuelo y nosotros la veíamos tender la ropa desde el balcón de mi casa, que estaba en el primero. Aquello era una delicia: el babi abierto por arriba y las tetas voluminosas de la Feli marcando el camino de nuestras miradas: ese surco silencioso por el que se deslizaban nuestros ojos hacia la oscuridad primordial del universo…
—¡Eres un poeta, Manolo!
—La Feli… —mi primo se ha puesto filosófico—. ¿Qué habrá sido de ella? Cuando nosotros la mirábamos desde arriba éramos unos críos y ella tendría entonces unos cuarenta años… Era como una actriz italiana que no sabía que lo era. En fin, debe llevar años muerta y enterrada.
—¿Y qué ha sido de nosotros, Manolo? —la pregunta era retórica y la he completado con un suspiro—. Por suerte, aquí seguimos, aunque nos estemos quedando sin nada. Perdimos las tetas de la Feli, Manolo, perdimos a nuestro primo, nos han quitado la esperanza y las ilusiones… ¡y el pelo!, ¡que se nos ha caído el pelo, chaval! —le he dado un golpecito cariñoso en la cabeza y por poco pierde la peluca.
En ese momento el tren se ha puesto en marcha y hemos dejado los lamentos para otro día.