Si hubo algo que caracterizó a mi familia fueron sus constantes conflictos. No había reunión en la que no hubiera un exabrupto, un roce, una mala cara o una contestación virulenta que en la mayoría de las ocasiones solían traspasar los límites de lo verbal. Y aún así, a pesar de la discordia, quizá por la cosa de los lazos familiares, por la fuerza de la costumbre o por ambas cosas, seguían organizando sus encuentros en fechas señaladas.
Con el paso de los años me di cuenta que en el fondo eran unos infelices, aunque fuesen unos verdaderos maestros en el juego del fingimiento.
Mi padre siempre fue incapaz de disimular su insatisfacción, incluso ya jubilado, porque nunca consiguió el ansiado ascenso en los grandes almacenes donde trabajó toda su vida. Sin embargo, mi madre poseía un fuerte temperamento, teniendo, tanto a sus alumnos de primaria como a nosotros, sus hijos, bien enderezados. Su desgracia, pero también su fortuna, fue mi padre ya que, si bien fue un hombre anodino y maniático de los horarios, por otro lo compensaba con su bonhomía y su afición por el bricolaje. Eran los que más se acercaban a la normalidad.
Y después, estaban los demás.
Los hermanos de mi madre. El tío Earl, el pequeño y único varón, un tarambana bien parecido con aires de seductor del que siempre se desconoció su oficio, si es que lo tenía, así como los lugares que frecuentaba, pero que hacía gala de un gran desparpajo mientras se dedicaba a vaciar el mueble bar durante sus visitas a casa. Mi padre nunca lo soportó. La oronda tía Abigail, la mayor, chismosa, entrometida, y comilona, muy comilona, con la eterna excusa de tener que probar nuevos sabores ya que era cocinera en una casa de comidas. Y su marido, el rollizo tío Horace, corto de estatura, calvo, gruñón, quisquilloso, de los que aprovechaba la oportunidad cuando le daban la palabra para pavonearse de sus hazañas viajeras cuando en realidad recorría los centros comerciales de la ciudades de provincias ya que era representante de una marca de lavadoras. Y la tía Jenny, un ser lánguido, tortuoso, depresivo, taciturno, siempre vestida de negro, obsesionada con el esoterismo y asidua a sesiones psiquiátricas.
Y los de mi padre. El mayor, el tío Frederick, obeso, mofletudo, con un tupido bigote, un tipo hosco y despótico que a pesar de sus ínfulas bélicas solo alcanzó el rango de sargento. Y su mujer, la tía Cordelia, algo achaparrada, brusca, enredadora, y madre de cuatro hijos, dos bobos de remate, un lunático y una niña retorcida y mal encarada. La petulante y astuta tía Isadora, escuálida, alta, arrogante, casada con un engreído veinte años mayor que ella, el tío Archibald, un majadero que presumía ser descendiente de una familia aristocrática prusiana. La voluble tía Georgina, bobalicona, ingenua, divorciada de un cínico caradura dedicado a las apuestas ilegales y madre de dos mentecatos con vocación de delincuentes. Y el tío Eugene, el más divertido, a pesar de que los demás no aguantaban sus excentricidades porque en sus tiempos de gloria fue clown en un circo ambulante.
Mi familia, esa ruidosa y malhumorada marabunta, parecía encontrar un extraño equilibrio tan solo una vez al año, durante la noche de Halloween. Quizá por el efecto de la luz de las velas que les proporcionaba ese ambiente sombrío tan idóneo para sus temperamentos, por los disfraces que les convertían en seres anónimos ante ellos mismos, por las lúgubres máscaras que, aunque guardaban parecidos con sus rostros reales, tenían al menos sonrisas dibujadas.
Y así, aquella fantasmal pantomima permitía al menos por una noche que los elevados tonos de voz, los resoplidos o los gritos se aglutinasen en una rara sintonía acorde con el terrorífico espíritu de dicha celebración.