No me conoce nadie. Pero eso no es lo peor, un peor que va asomándose cada vez con más frecuencia, dándome a entender que ni yo mismo me reconozco.
No llegaba hasta el final. Con media pista me sobraba para darme el impulso suficiente y dibujaba ahí mismo, sin aparente esfuerzo, un triple salto que dejaba a todo el Universo boquiabierto. En cambio, hace unos meses, cuando iba a bajarme de un salto del autobús, juzgué la altura de caída excesiva, me vi un hueso de la pierna partido dolorosamente en dos y me descolgué despacio, manteniendo un brazo asido a la barra de la puerta del bus, para dejarme caer ya sólo a un par de centímetros de la acera.
Veía que Elena se dirigía de frente, a darse un remojo, pero se quedaba a unos metros de la orilla, preocupada por perder el equilibrio en una de las embestidas de las olas. Con paso decidido, le decía unas palabras de ánimo al superarla, daba un chapuzón perforando la ola y, al salir de nuevo a la superficie, seguía dando varias brazadas. Cuando por fin giraba la vista apenas una línea de playa se distinguía ahí a lo lejos. En cambio, una mañana de este verano decidí, en espera de que el agua de junto al muelle griego se calentara un poco, mantenerme con la camisa puesta. Sin la protección de la sombrilla me quemaba, pero bajo ella me quedaba un poco destemplado. Esa mañana, como la anterior, como la siguiente, no me bañé.
Llegando a los postres, preguntaba cuál era el orden lógico en que debía tomarlos, para que un sabor no chafase al siguiente. En contraste, ayer me concedí un extra y le puse al brócoli al vapor un chorrito de aceite de oliva.
¿Qué más? Pues sin insistir en hazañas lejanas, acabo de hacerme un perfil en la aplicación Meeting. ¡A ver!