Soy un espectro

Nadie me conoce


Nadie me conoce por mis obras. Quizá sea mejor así. No, ni mucho menos han de cuidarse de mí, pues no soy lobo con piel de cordero. Ni siquiera soy un profeta, y menos aún en mi tierra. Solo un espectro.

Especulo con la imagen que me hago del mundo y no espero algo diferente de la imagen que el mundo se haga de mí. Ahondar en un solo detalle distorsiona cualquier versión de mí mismo, pues, como viene usándose desde Newton, salto de matiz en matiz, con más o menos frecuencia (electromagnética). En cierta forma, soy el espectro visible. Viajo lento: tardé cincuenta mil años en cruzar la galaxia y me llevará más de dos millones de años llegar a Andrómeda. Voy sin equipaje y sin detenerme, y así es complicado hacerse una composición de lugar.

A veces, fruto de un abuso de información, mi exposición deviene parca: muere porque no muero y vive sin vivir en mí. En una paremia continua, hilo y me devano los sesos sin miedo a cortar las hebras que me unen a la realidad, sea lo que sea ese ente que tal vez compartamos, tal vez ese exiguo abismo de poco más de dos millones de años que lleva a suponernos del género Homo ―habríamos tardado menos en venir de Andrómeda―.

Porque a veces esa realidad es siniestra, lúgubre y mezquina. Demasiadas veces.

Escribir acaso me sirva para explicarme sin romperme en añicos, añorando año a año la danza de las estrellas que germinaron en nosotros, seamos quienes seamos. Escribir acaso me ayude a pasar sin pena ni gloria ―qué más se puede pedir― por la exigua existencia. Acaso crear sin ser creído por nadie. Acaso divertirme con el lenguaje. De ahí que nadie me conozca.


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